Acumulo papeles porque no sé lo que contienen, porque me acerco a ellos con presunción de importancia, como si todos pudieran albergar un gran secreto ... o un manifiesto fundacional, una declaración de independencia, una carta de amor o de odio, algo que merezca la pena leer y conservar contra el tiempo.
Sé que debo tirarlos. Lo he intentado esta semana. La casa se me llena de papeles, el coche, los bolsillos de las chaquetas, las cajas, las mochilas, y no sé qué hay en ellos, pero no puedo evitar concederles el beneficio de la duda. Son el resultado de años agotando libretas, de escribir compulsivamente en la trasera de los comprobantes de cajeros, en fotocopias, en trocitos de cartón, en folios sucios y hasta manuales de instrucciones. Generalmente son ideas repentinas, bocetos de relatos, reflexiones, direcciones postales y advertencias depositadas en el soporte más cercano. Comparten espacio, eso sí, con papeles más prescindibles como facturas, acuses de recibo, tarjetas de visita y ese tipo de recuerdos que solo sostiene la celulosa.
A veces quiero retomar el control y escojo un día libre o un periodo vacacional para sumergirme en el despacho, el coche o la mochila e iniciar un viaje de horas. Desdoblo mis notas una a una, separo las misivas de los bancos de las confesiones, las recetas de los contratos telefónicos y, en el camino, me quedo leyendo, curioseándome a mí mismo. Luego se hace de noche, se acaban los días libres, llega otra vez la hora de cenar y me veo obligado a dar el indulto a la pila de papeles. Decía Lichtenberg que a veces hallaba en sus cuadernos una idea suya tan ajena a él que se alegraba como si se le hubiera ocurrido a un antepasado. 'No tirar', rotulo, y sigo custodiando unas palabras por lo que podrían haber dicho.
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