Pocas cosas me motivan menos que encerrarme durante seis horas con tres desconocidos, en plena ola de calor, en un viejo Opel Corsa que tiene ... el aire acondicionado medio cascado. Pero supongo que al noble pueblo ucraniano tampoco le apetecía demasiado desayunar con el retumbar de las explosiones de fondo, y eso no disuadió al señor Putin de seguir disparando torpedos y, de paso, también el precio de la gasolina.
Mal panorama para unos viajes que tenía planeados desde hace meses y que, una vez hechas las cuentas, parecían económicamente inviables. Puedo apretarme el cinturón, pero no multiplicar los panes y los peces. Al final, como tengo de cabezón lo que me falta de divino, decidí recurrir a Blablacar para obrar el milagro.
No fue mal. Llegué a mis destinos, todo el mundo conservó sus extremidades y recibí el dinero convenido, que a su vez fue reinvertido en más combustible fósil. Un plan perfecto. O casi. Y es que, al recibir las opiniones de mis pasajeros unos días después, algunos se me quejaron de que iba demasiado callado y no les di suficiente conversación. Me afearon que descuidara la faceta recreativa del viaje, vaya.
Cuando uno es introvertido y sufre una ligera ansiedad social resulta tentador sucumbir a la tentación del silencio. Saber llevar con gracia una charleta de ascensor nunca es fácil, pero a mí ese talento se me antoja tan prodigioso como volar o manipular el espacio-tiempo y no siempre tengo la energía o el humor necesarios para intentarlo. Si conocen la teoría de las cucharas ya sabrán a qué me refiero.
Total, que a mi celo por respetar la seguridad vial y salvaguardar las funciones vitales de mis pasajeros se suma ahora la presión por cumplir con sus exigencias lúdicas. Ejercer de animador sociocultural nunca ha sido lo mío, pero si mis alternativas son rezar por una caída del crudo o confiar en la aceptación social de la timidez, más me vale ponerme a ensayar un espectáculo de variedades sobre ruedas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
