Borrar

¿Habrá un fin al saber?

NADA ES LO QUE PARECE ·

A Javier Díez de Revenga lo desconectan, se va a casa. Pero se marcha con la cabeza bien alta

Viernes, 11 de diciembre 2020, 01:38

Con ese humor que, por muchos años que pasen, nunca perderá del todo, cuando concluía el pasado curso, en el que fuimos zarandeados por la pandemia, el viejo profesor, que nada tiene de viejo, que presenta muy buen aspecto, que aún camina erguido, con paso seguro, ligero y firme, deteniéndose a saludar a todos cuantos le abordan, nos dijo a los que estábamos a su lado: «Me desconectan. Me marcho».

Se ve cumplido así su ciclo de profesor emérito honorífico (muy pocos son los que han podido conseguir de la universidad tal distinción, que solo premia a los que poseen un henchido y brillante currículum) y es la hora de abandonar su despacho, de dejar el espacio a otros que vienen pisando fuerte. El momento de recoger los bártulos –como en las películas americanas en las que solo se dispone de una pequeña caja de cartón en donde, por arte de magia, cabe todo, incluso las pasiones pasadas–, de descolgar los cuadros que le han acompañado durante décadas y en los que el profesor bien pudo haber presenciado la luz del atardecer –que es la hora de la pintura, según Carpaccio–, reflejada en el cristal; los libros propios que ha utilizado en sus clases y cuyas hojas, por el continuo uso, aparecen fatigadas, como un guerrero que vuelve de la batalla y busca el calor de la lumbre. Unas clases modélicas, incluso divertidas, que han dejado una huella profunda, indeleble, imposible de borrar, en todos los que tuvimos el privilegio de ser sus pupilos, de seguir sus palabras con atención.

Deja atrás medio centenar de tesis dirigidas sobre los más importantes autores españoles, y también sobre esos otros de la tierra que no le van a la zaga: Vicente Medina, Julián Andúgar, Sánchez Bautista, Miguel Espinosa, Pedro García Montalvo, José Luis Castillo-Puche... Un centenar de libros y ediciones críticas publicadas en las más prestigiosas editoriales españolas, y miles de artículos y de reseñas aparecidos en los periódicos y en revistas de carácter científico que se encaraman a lo más alto del percentil. Nadie como él, doy fe, nos supo explicar 'El contemplado' de Pedro Salinas, ni las composiciones más personales e íntimas de Miguel Hernández, al que consideraba un zagalón de la Huerta, un muchacho extraviado y solo en medio de la guerra, surgido de las tinieblas, de la oscuridad de la noche; ni la poesía machacona y estridente de Valle-Inclán, cuando describe cómo se construye un patíbulo en su libro 'La pipa de kif': «¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! Canta el martillo,/el garrote alzando están...».

Todos los filólogos egresados de la UMU le debemos algo. Un buen maestro conoce como nadie la secreta fórmula para convertir en gente especial y distinguida a sus discípulos. Para hacerlos más sabios y mejores personas, que es lo importante. Más disciplinados, prácticos, resolutivos y constantes. «Una tesis –me dijo cuando yo redactaba la mía, que él me dirigía con mano firme– no es otra cosa que páginas, páginas y páginas». Lo que me venía a recordar al Shakespeare de 'Hamlet', con sus palabras, palabras, palabras.

Supo estar a la altura de sus distinguidos amigos y colegas. Como Jaime Salinas, el hijo de don Pedro, Gonzalo Sobejano, el erudito maestro de la Universidad de Columbia, o la exótica y pintoresca profesora lituana Biruté Ciplijauskité, la memorable hispanista de la Universidad de Wisconsin a la que conocí en Nueva Orleans y que me pidió, efusivamente, que le diera recuerdos a Díez de Revenga, al que le tenía enorme aprecio y respeto.

Ha sido, y aún lo es, uno de los mayores expertos en la poesía española del 27 en todo el mundo. Y Jorge Guillén, quizá por haber ocupado su misma cátedra en la Universidad de Murcia unos pocos años antes de la guerra, su escritor predilecto, por encima, incluso, de García Lorca, Aleixandre o Cernuda.

A Javier Díez de Revenga lo desconectan, se va a casa. Pero se marcha con la cabeza bien alta: feliz, orgulloso, tranquilo, después de haber dejado hechos, a la perfección, sus muchos y delicados deberes. Y uno lo imagina, mientras cierra por última vez la puerta, recitando en silencio, de boca para adentro, aquellos versos de 'Hacia el final' en los que su admirado Guillén escribe: «¿Habrá un fin al saber?/ Nunca, nunca. Se está siempre al principio/ de una curiosidad inextinguible/ frente a infinita vida».

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

laverdad ¿Habrá un fin al saber?