«La luz por encima de la política». Con esta bella fórmula se ha expresado en Inglaterra la posición institucional de la Corona, que de ... forma certera codificó en el siglo XIX Walter Bagehot en su obra 'La Constitución inglesa' (1867). Y es que el valor de la Corona reside, precisamente, en situarse supra partes, por encima de las contiendas partidistas y de las divisiones ideológicas, para poder reunir simbólicamente a la nación. La Corona ha de ser expresión de la integración nacional y de la continuidad del Estado, de aquello que permanece en el tiempo.
Pero, para ello, el rey (o la reina) no cuentan con unos poderes efectivos (algo que sería incompatible con un régimen democrático), sino que es su neutralidad la que le permite cumplir con su función tanto representativa como moderadora. En particular, el ejercicio de ese discreto poder moderador se concreta en la también célebre expresión de Bagehot de que al rey le corresponde «ser consultado, exhortar y prevenir» al Gobierno y a los principales representantes políticos. De esta forma, la Corona se configura como una magistratura de influencia, un poder «dignificado» (solemne), pero no efectivo en el Estado.
Así, el principal riesgo que se ciñe sobre la misma es la identificación partidista o ideológica. Y es que preservar esa posición de exquisita neutralidad no es tarea fácil. Como enseñaba la reina madre a su hija la reina Isabel II en uno de los diálogos de la magnífica serie 'The Crown': «No hacer nada es el trabajo más duro de todos y requerirá de todas tus energías. Ser imparcial no es humano. La gente querrá que sonrías, o asientas o frunzas el ceño, querrá un punto de vista y en cuanto lo hagas, habrás declarado una postura. Tu opinión. Y eso es lo único como soberana a lo que no tienes ningún derecho».
Tampoco es fácil cumplir con esa función integradora de la pluralidad. Ya lo advirtió Baltasar Gracián en 'El político Don Fernando el Católico' (1640): «En la Monarquía de España, donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». De hecho, recientemente hemos visto cómo el rey Felipe VI tuvo que adoptar un protagonismo excepcional para preservar el Estado de Derecho y la unidad de España ante la insurgencia en Cataluña, lo que le ha granjeado acusaciones de parcialidad y ha mermado su vis integradora.
De ahí que, ayuno de un poder jurídico, quien ostente la Corona solo podrá desempeñar su papel constitucional si es capaz de proyectar con ejemplaridad su fuerza moral (auctoritas) sobre los poderes públicos y sobre el conjunto de la sociedad, ganándose el afecto del pueblo y ayudado por la 'magia' que despliega la Corona.
Algo que comprendió a la perfección la reina Isabel II. Durante su largo reinado, han gobernado distintos partidos, sin que la Corona haya sido de ninguno. Ha mantenido total neutralidad ante asuntos críticos (entre los más recientes, el referéndum de Escocia o el 'Brexit'), aunque seguramente habrá podido sugerir y atemperar a sus gobiernos. Y, sobre todo, la reina ha sabido conectar con la ciudadanía, estando presente en la vida nacional. Ahora estamos contemplando cómo se manifiesta la magia monárquica, con toda su liturgia, su pompa y su ceremonial que llena portadas de los medios de todo el mundo.
En España, nuestros usos monárquicos son más sobrios. Su magia, desde esa perspectiva, es menos exuberante que la británica, y envidio el profundo respeto institucional que allí existe. Eso sí, la Corona española ha logrado ganarse en nuestro país una legitimación funcional: la sentimos útil para el buen funcionamiento institucional y nos conecta con nuestra historia, con nuestra comunidad de naciones hermanas en Iberoamérica y es símbolo de integración en una nación plural como la nuestra. Además, ante las altisonancias y ligerezas políticas, el rey Felipe VI transmite serenidad y rigor y ha sido un poder moderador eficaz en momentos clave. Aun así, en estos tiempos tempestuosos son grandes los desafíos que se ciñen sobre la Corona. El rey debe reconquistar el afecto popular, haciéndose cargo del sentir social, y ha de ganar presencia en la vida de las familias españolas. Como ha advertido Ignacio Peyró, tendrá que «conectar con la mayoría moderada que salvaguarda las instituciones de una nación», porque «por su adaptación a lo cambiante y arraigo en lo permanente, la Corona es la mejor herramienta para lograrlo».
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