Obsceno perfil político
PRIMERO DE DERECHO ·
Estamos ante un nuevo ejemplo del perverso reparto por cuotas partidistas que tanto ha degradado la lógica constitucionalLa pasada semana conocimos el acuerdo entre PP y PSOE para renovar los magistrados del Tribunal Constitucional, entre otras instituciones. Este desbloqueo es, sin lugar ... a dudas, una buena noticia. Era insostenible democráticamente que se mantuviera a los órganos constitucionales en situación de precariedad por la incapacidad de los partidos de cumplir con su obligación constitucional. Ahora bien, conocidos los nombres propuestos y cómo se ha gestado su elección, surgen entonces serias dudas sobre el resultado final de este acuerdo y sobre el procedimiento para alcanzarlo. Por desgracia, creo que estamos ante un nuevo ejemplo del perverso reparto por cuotas partidistas que tanto ha degradado la lógica constitucional.
La elección «política» de los magistrados constitucionales tiene un sentido democrático, teniendo en cuenta la sensible función del Tribunal Constitucional. Corresponde al Constitucional, entre otras funciones, ser el principal contrapoder al Parlamento, velando porque las leyes sean constitucionales. Es un «legislador en negativo». Se trata de una tarea jurídica, por ello se atribuye a «juristas de reconocida competencia», según la Constitución. No es un consejo de hombres buenos que apliquen reglas de prudencia y de equidad. Ahora bien, puede haber distintas formas de acercarse a esa labor interpretativa desde la perspectiva estrictamente jurídica: hay lecturas más conservadoras, otras más liberales y progresistas; hay quien postula lecturas originalistas, otros, por el contrario, son favorables a su interpretación evolutiva de la Constitución. De ahí que sea coherente democráticamente que los magistrados sean elegidos por un órgano político, legitimado democráticamente.
Pero legitimado políticamente no quiere decir que sus miembros tengan que ser peleles de partido. Al contrario. Precisamente en la búsqueda de juristas cuyo prestigio sea salvaguarda de su independencia, la Constitución impone que aquellos magistrados que son elegidos por el Parlamento (en total 8 de 12, luego hay 2 elegidos por el Gobierno y 2 por el CGPJ) lo sean por una mayoría reforzada de 3/5. El objetivo pretendido por la Constitución es claro: forzar a que los partidos consensuen personas de indudable competencia e independencia.
El problema es que hecha la ley, hecha la trampa y, desde hace años (en cuanto se olvidaron del original espíritu de la Transición), los partidos optaron por negociar cuotas en lugar de personas. A tantos toca un partido, a tantos toca el otro; cada uno elige a los suyos y se prestan los votos. Como mucho, se reservan una suerte de derecho de veto si el otro propone a un candidato infumable.
El resultado de este sistema perverso es que, al final, se imponen candidatos «de partido» o, como titulaba un diario tras este pacto, con un «alto perfil político». Yo iría más allá: tenemos unos candidatos de obsceno perfil político. Algo que, aunque sea legal, se compadece mal con el ideal constitucional y resulta muy poco estético. Una práctica clientelar que menoscaba nuestro orden institucional.
Para colmo, alcanzado ese «gran» acuerdo en la cúpula de los dos grandes partidos, la intervención de las Cortes Generales es puro teatro. Las reformas legales introducidas hace unos años para que los parlamentos autonómicos pudieran proponer candidatos y para que se celebraran audiencias parlamentarias con los candidatos han quedado en puro paripé. Papel mojado, ya que los candidatos ya se saben «confirmados» por la dirección de los partidos –que es la que cuenta–. Por ello, para limitar el peso de la decisión de los partidos, reitero una propuesta que ya hice en estas páginas, siguiendo el modelo europeo. Sugeriría que cuando haya que renovar magistrados del Tribunal Constitucional, con independencia del órgano a quien corresponda designarlos, previamente se debería convocar un concurso público abierto y los candidatos que se presentaran deberían someterse a la evaluación por un comité de expertos, que debería dar una puntuación a cada candidato. Así, si el órgano elector se separara del criterio del comité de expertos, debería justificarse para no quedar en entredicho. Además, debería pensarse en algún mecanismo «sancionatorio» para cuando el órgano elector se retrase en el nombramiento, para evitar bloqueos tacticistas como los que hemos visto.
No obstante, me parece difícil concebir que aquellos que se muestran incapaces de negociar la renovación de un órgano constitucional con un mínimo sentido institucional, puedan promover las reformas necesarias para regenerar nuestra democracia. Si de verdad se tiene una voluntad regeneradora y un auténtico compromiso constitucional, tendrían que empezar a demostrarlo en las «pequeñas cosas» del día a día democrático.
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