Legislar por decreto
PRIMERO DE DERECHO ·
Lo importante no es la rigidez en la separación de poderes sino que existan unos pesos y contrapesos eficaces en el funcionamiento institucionalDesde Montesquieu asumimos que la división de poderes es un pilar clave de todo Estado constitucional: un Gobierno al que le corresponde el poder ejecutivo, ... un Parlamento que asume el legislativo, y unos jueces y tribunales que ejercen la función jurisdiccional. Sin embargo, sabemos que en las distintas democracias este postulado se ha concretado de diferente manera. En el presidencialismo norteamericano, el diseño se basó en una separación rígida entre los poderes; mientras que en los modelos parlamentarios europeos, la separación ha sido flexible: el Gobierno depende de la confianza del Parlamento, a quien debe rendirle cuentas, porque es al Parlamento a quien elegimos los ciudadanos. Lo importante, por tanto, no es la rigidez en la separación de poderes sino que existan unos pesos y contrapesos eficaces en el funcionamiento institucional. De hecho, en un parlamentarismo racionalizado como el nuestro, son muchos los mecanismos de relación e injerencia mutua que existen entre el Gobierno y el Parlamento.
Entre ellos, aunque el Parlamento tiene atribuido el poder legislativo para dictar aquellas normas primarias, las leyes, que nos vinculan a todos, algunas Constituciones modernas, incluida la nuestra de 1978, facultan al Gobierno para que en ocasiones excepcionales, y respetando ciertas garantías, pueda aprobar normas con valor de ley. En el caso español, el Gobierno puede dictar decretos-legislativos, previa autorización del Parlamento, y decretos-leyes, en situaciones de «extraordinaria y urgente necesidad» y con la posterior convalidación, en un plazo no superior a 30 días, por parte del Congreso. Es decir, en este último caso, cuando el Gobierno aprueba un decreto-ley, el mismo entrará en vigor inmediatamente tras su publicación, pero luego deberá someterse a una votación en el Congreso para que este decida si lo convalida o lo deroga, o, en su caso, para que lo convalide y lo tramite como proyecto de ley por procedimiento de urgencia. Asimismo, la Constitución recoge una serie de materias que no pueden ser reguladas ni por decreto-ley ni por decreto legislativo (en especial, cuando se vean afectados ciertos derechos constitucionales, régimen electoral o instituciones básicas).
Pues bien, esta forma de legislar por decreto, que tendría que ser excepcional, se ha convertido en usual, sobre todo por el uso abusivo por parte de los Gobiernos de la figura de los decretos-leyes, con la complicidad del Tribunal Constitucional, que ha hecho una interpretación muy generosa de los límites constitucionales. Es una situación patológica que viene dándose desde hace años, pero que resulta cada vez más acusada, en especial con el actual Gobierno. Un dato: en 2021 se aprobaron 33 leyes y 32 decretos-leyes. Pero no solo importan los números sino, sobre todo, las formas, ya que cada vez es más evidente el desprecio gubernamental al Parlamento. Esta semana nos ha dejado dos muestras lamentables de ello.
La más grave ha sido la convalidación del decreto-ley que impone el uso de las mascarillas, al que se añadió una disposición final sobre la actualización de las pensiones. Con esta «marranada jurídica», como la ha calificado un colega, se forzaba al Congreso a que votara un 'todo o nada' en la convalidación. Si se quería mantener la actualización de las pensiones, había que tragarse las mascarillas. Algo a mi juicio radicalmente inconstitucional por dos razones: por un lado, porque la medida de actualizar las pensiones no guarda una mínima conexión de sentido con la crisis sanitaria que se invoca como fundamento principal para adoptar el decreto-ley. De hecho, el Gobierno es reincidente porque el Tribunal Constitucional ya declaró inconstitucional un decreto-ley que, aprovechando la lucha contra la Covid, modificó una comisión prevista por la Ley del Centro Nacional de Inteligencia para incluir al vicepresidente Pablo Iglesias (STC 110/2021). Pero, además, el Tribunal Constitucional ya ha advertido que el recurso a este tipo de normas de «gran heterogeneidad» puede resultar inconstitucional cuando menoscabe los derechos de participación política, como en mi opinión ocurre en este caso (STC 136/2011).
El segundo caso ha sido la convalidación del decreto-ley de la reforma laboral que ha salido por la mínima y, al parecer, por un fallo en la votación. Más allá, no creo que quepa censura jurídica, aunque haya quien pueda cuestionarla por afectar al régimen de un derecho constitucional. Pero a este respecto el Constitucional viene siendo generoso. Lo preocupante es que una reforma de tal envergadura se negocie extramuros del Parlamento y luego se le plantee como otro trágala.
Al final, en ambos casos nos encontramos con un síntoma más de la esclerosis de nuestro parlamentarismo.
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