Fracaso generacional
PRIMERO DE DERECHO ·
Este último año he tenido la ocasión de conversar con personas que protagonizaron nuestra Transición en distintas posiciones, no solo políticas, también académicas, empresariales, etc. ... Algo que, precisamente en estos días que celebramos el aniversario de nuestra maltrecha Constitución, me ha hecho reflexionar sobre el perfil y el compromiso de aquella generación que lideró exitosamente nuestro país en un momento tan complejo y el contraste con el presente.
Aquella generación de la Transición, en especial los que entonces tenían entre treinta y cuarenta años, tuvo, como nota común, el haberse comprometido políticamente. Además, quienes entraron en política, en su mayoría, eran personas «con oficio y vocación», por decirlo con una expresión de Herrero de Miñón. Profesionales, algunos de indudable prestigio, que querían aportar su granito de arena. Y es que en aquellos días la política gozaba de un cierto prestigio: había que construir una democracia.
La diferencia con mi generación, que es la que tiene ahora esa edad, es abismal. La política ya no resulta atractiva para las personas que han logrado alcanzar un mínimo estatus profesional y vital; y, sobre todo, los partidos han desarrollado estructuras de selección inversa del talento. De hecho, aunque cualquier generalización es injusta, si observamos quiénes han dado el salto a la política nos encontraremos un perfil cada vez más extendido: el adolescente nini. Algo que está marcando las formas políticas actuales y que, en parte, es causa de la degradación democrática que vivimos.
Me refiero a 'adolescentes', con independencia de su edad, en los términos descritos por Javier Gomá: personas presas en un estadio estético que no han sido capaces de madurar hacia el ético. De ello se deriva el narcisismo hedonista, el adanismo con el que viven la política. También el boato del que se rodean, alejado del espíritu de quien llega a un sitio a servir. Además, como adolescentes, viven entre maquinitas digitales, centrados en la foto y el tuit.
La frivolidad sería otra de sus características. Vemos tartas de cumpleaños en ministerios, leyes que se aprueban como panfletos asamblearios con desdoro a la tramitación parlamentaria, macrofiestas «democráticas» para lograr la arcadia independentista... Luego, a veces, se topan con la dura realidad: un ordenamiento jurídico con garantías que hay que respetar, unas realidades sociales y económicas que no se resuelven con consignas decorativas... En definitiva, la solidez (a veces pesada) de la vida real.
Pero es que, para colmo, los partidos se han convertido en una agencia de colocación de ninis. Reclutan a quienes no han sido capaces de labrarse una carrera profesional propia, más allá de haber crecido en las juventudes del partido hasta que les llegó la hora. Con ellos la fidelidad al partido está asegurada, porque, al carecer de profesión, necesitan vivir de la política. No tienen a dónde volver. La independencia y el sentido crítico deben ceder al espíritu de supervivencia. Qué lejos queda aquel expresidente autonómico que regresó a la tarima de sus clases del instituto donde impartía filosofía. Esa imagen, hoy, sería impensable. Porque, a mayores, hemos inflado tanto los cargos, con corte y reverencia, que ya luego es difícil que puedan volver a la tierra de los mortales.
La talla intelectual y moral tampoco es que sean valores especialmente cotizados para entrar en la política actual. No seré yo quien predique las bondades del político filósofo ni de una pretendida élite intelectual que gobierne. Tanto porque hay muchos sabios de dudosa competencia para el gobierno, como porque la experiencia me ha demostrado cómo la barbarie puede estar presente en corporaciones supuestamente de intelectuales. Ahora bien, el ejercicio de la política, que es tanto como la dirección de la res pública, necesita unas ciertas aptitudes. Personas con una capacidad mínima de reflexión y de conocimiento que les permitan entablar un auténtico diálogo y, sobre todo, personas virtuosas, siguiendo la tradición clásica. Algo que queda muy lejos de los correveidiles que recitan consignas de partido a los que estamos acostumbrados en el escenario político cotidiano.
Pues bien, haber dejado en manos de esta tipología de políticos nuestro gobierno creo que hay que reconocerlo como un fracaso colectivo. Fracaso, en primer lugar, del sistema de partidos. Pero, quizá, en esa huida de la política de muchos ciudadanos, recluidos en su espacio profesional y en el confort doméstico, haya también algo de fracaso generacional.
Conviene tomar conciencia de las consecuencias de esta realidad, porque los desafíos a los que se enfrenta nuestra sociedad necesitan un liderazgo político competente y un sólido compromiso público.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión