Cartas marruecas
PRIMERO DE DERECHO ·
Sumamos demasiadas prácticas que gota a gota van degradando el fundamento y funcionamiento de nuestras institucionesEl mismo año en que tenía lugar la Revolución francesa, en 1789, se publicaban de forma póstuma las 'Cartas marruecas' del escritor y militar español ... José Cadalso, quien recurría al género epistolar para, a través de una serie de cartas que cruzan dos marroquíes y un español, reflexionar sobre los problemas de España: sus eternas y costosas guerras, sus divisiones internas o su histórico atraso científico. En particular, en ellas se reflejan los contrastes que observa entre España y los países europeos el joven Gazel, quien viene a nuestro país en la comitiva de un embajador marroquí tras haber viajado por Europa. En definitiva, una obra embebida de patriotismo reformista, cuya lectura todavía hoy sigue resultando iluminante.
Una luz que, sin embargo, difícilmente alcanza a la última secuela que conocemos de este diálogo epistolar hispano-marroquí con la carta que el presidente Sánchez envió hace unas semanas al rey de Marruecos sobre el Sáhara Occidental (un territorio con presencia española durante casi un siglo, y que llegó a ser provincia de España, el Sáhara español, hasta el no tan lejano 1975-76). Desde luego, no se puede comparar la carta de nuestro presidente con la riqueza estilística de aquellas otras 'Cartas marruecas'. De hecho, ya ha habido quien ha afilado el boli rojo para señalar las tortuosas construcciones de las frases y los errores gramaticales y sintácticos que aderezan la carta presidencial. Tampoco creo que el patriotismo que orientó la pluma de Cadalso sea de la misma naturaleza que el que ha movido a nuestro presidente. No obstante, dejo a aquellos que saben de relaciones internacionales la valoración sobre si esta carta responde a aquello que los socios del actual Gobierno llaman «diplomacia de precisión»; si es un acto que alcanza plena justificación en la lógica de la 'realpolitik', aun en sacrificio del deber moral histórico que tenemos con el pueblo saharaui; o si, simplemente, nos encontramos ante una frivolidad política más, es decir, ante una actuación insustancial, ligera y veleidosa a las que por desgracia tan acostumbrados estamos últimamente en la política (no solo nacional).
En mi caso, quiero poner el foco sobre la perspectiva constitucional. Y es que esta carta es un síntoma evidente de una grave patología que afecta desde hace años a nuestro orden democrático: la deriva hiperpresidencialista de nuestra forma de gobierno, la cual resulta incompatible con la apuesta por la monarquía parlamentaria que realizó la Constitución de 1978. Como ha advertido con lucidez el profesor Aragón Reyes, observamos cómo en nuestro país avanza un oxímoron, el «presidencialismo presidencialista», que progresivamente ha ido falseando el diseño institucional de nuestra Constitución.
De hecho, la carta del presidente Sánchez logra, al mismo tiempo, invadir competencias propias del Jefe del Estado, de las Cortes Generales y del propio Gobierno de España. Es cierto que, en la medida en que no se ha concluido ningún tratado internacional al respecto, no se puede imputar una injerencia ilegítima en sentido formal. Pero el tono de la carta muestra una grave desconsideración institucional. En particular, esta frase resulta especialmente sangrante: «España considera que la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 como la base más seria, creíble y realista para la resolución de este diferendo».
¿Desde cuándo España habla por boca de un presidente del Gobierno en un sistema parlamentario? En primer lugar, es al Rey a quien corresponde «la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales» (art. 56.1 CE); y, si entendemos España por «pueblo español», entonces es a las Cortes Generales a las que la Constitución atribuye su representación (art. 66.1 CE). Al Gobierno, que ni siquiera fue consultado, lo que le corresponde es dirigir la «política interior y exterior» (art. 97 CE). Pero no a su presidente, por mucho que este tenga una posición cualificada dentro del mismo y dirija y coordine la acción gubernamental. Y, sobre todo, si un Gobierno quiere comprometer la voluntad del país, lo cual se debería formalizar mediante el correspondiente tratado, la Constitución exige la autorización parlamentaria o, cuando menos, dación de cuentas inmediata. Sin embargo, ha sido gracias a una filtración marroquí como nos hemos enterado de la voluntad de España.
No se trata de realizar una censura por pura 'estética' constitucional. Como hemos venido recordando en estas páginas, sumamos demasiadas prácticas que gota a gota van degradando el fundamento y funcionamiento de nuestras instituciones. Una clara esclerosis de nuestro parlamentarismo que inexorablemente se traduce en una degradación de nuestra democracia.
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