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Pagar una multa

ALGO QUE DECIR ·

La sanción no ha sido económica, el correctivo es de naturaleza moral, de orden psicológico, y el dolor que me ha provocado no lo olvidaré nunca

Miércoles, 12 de febrero 2020, 03:27

Algo no va bien en mi vida, o en el mundo en general, si el pago de una multa de tráfico me genera un bienestar inusitado. Llevo fuera de mí más de una semana en el intento infructuoso de abonar la infracción inocente generada por el exceso de media docena de kilómetros sobre la limitación de velocidad establecida en un tramo concreto de Murcia.

Kafkiano sería una manera elemental y suave de llamar a este proceso torturante que debe de ser, en realidad, la propia multa en sí y no el dinero. Me han cobrado en estrés, en nervios, en ansiedad, en incapacidad, en humillación. Me han sometido a una prueba de barbarie burocrática que me ha llevado a preguntarme cuál es en realidad mi nivel de estudios, mi verdadero cociente intelectual, mi cultura en general.

Entiendo que no se pueda pagar con dinero en algunas de las oficinas municipales para evitar la sombra de la corruptela, pero no entiendo que no pueda hacerlo en mi entidad bancaria y deba irme al cajero de otra, introducir mi tarjeta, marcar la tecla de pago de multas, pasar el código de barras por el lector y aguardar a que se aparezca la Virgen y me conceda el milagro de poder introducir todos los números y todos los códigos que me pida la pantalla.

Kafkiano sería una manera elemental y suave de llamar a este proceso torturante que debe de ser, en realidad, la propia multa en sí y no el dinero

Pero no, no tengo tanta suerte, el lector no acierta con mi código de barras y, por lo tanto, paso a realizar la operación en internet, donde vuelven a pedírmelo todo, número a número y donde no me permiten ni un pequeño error en la fecha o en esa extraña fórmula que te envían al móvil (porque eso sí, sin móvil no eres nadie, como no lo eres sin tarjeta, y no podrías recibir ese número que tornas a teclear en la página de la DGT).

Pero algo vuelve a fallar de nuevo, se te encienden un par de asteriscos en rojo en el formulario y te advierten de que tienes que aceptarlo todo, que te has dejado alguna casilla vacía, la que te pide tu acuerdo con la política de privacidad del organismo en cuestión; así que una vez más rellenas todo lo que hay que rellenar, te encomiendas a Dios y a todos los santos y rezas por que no falte nada, por que la página te deje proseguir cumplimentando los datos hasta llegar a algún sitio seguro. Lo curioso es que ese sitio es el pago consolador de los cien euros de multa, que te han puesto por ir media docena de kilómetros por encima de la limitación, mientras que estás harto de soportar el terrorismo horrísono de los tubos de escape y la invasión impertinente de tus aceras de humilde peatón.

Cuando la máquina te dice que has rellenado con éxito los datos que te exigían y que has liquidado al fin el montante de la penalización, sueltas toda la presión de estos últimos días, en los que has visto pasar ante tus ojos y con asombro una multa anodina que terminaría convirtiéndose en el doble si no la satisfacías en su plazo, una amenaza que te impedía concentrarte precisamente en esas horas del trabajo que coinciden con las de todos los organismos y entidades bancarias y que te paralizan de un modo inevitable.

Me asombro entonces de estar contento porque ha sido posible transferir el dinero y solventar la deuda. Por eso me digo justo en ese instante que la sanción no ha sido económica, que el correctivo es de naturaleza moral, de orden psicológico, y el dolor que me ha provocado no lo olvidaré nunca; de hecho, no me hubiese importado haber apoquinado el dinero en el momento exacto en que la Guardia Civil me recetó la denuncia.

¡Qué alivio!

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