Llueve sobre mojado
NADA ES LO QUE PARECE ·
Nadie se imagina lo que la lluvia podía influir en la vida y en el destino de las personasEn la hermosa película del albaceteño José Luis Cuerda (con música, por cierto, de Alejandro Amenábar) 'La lengua de las mariposas', el niño Romualdo, después ... de carraspear «como un viejo fumador de picadura», con una «voz increíble» –esas son las expresiones que se emplean en el no menos espléndido cuento original–, comienza a leer en clase, bajo la mirada atenta del resto de alumnos, el conocido poema de Antonio Machado 'Recuerdo infantil', quizá uno de los más evocadores y tiernos de toda su producción: «Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/estudian. Monotonía/de lluvia tras los cristales». El maestro –un Fernando Fernán Gómez en pleno apogeo– le pregunta por el significado de esos versos. Romualdo no se lo piensa dos veces y responde: «Que llueve sobre mojado, don Gregorio» («que llueve después de llover», en la versión del relato de Manuel Rivas, en el que, en parte, está basado el film).
Algunos años antes, otro excelso vate, el francés Paul Verlaine, había dejado escrito uno de los poemas más evocadores de la historia, con el tema de la lluvia al fondo: «¡Suave rumor de lluvia/sobre suelo y tejado!/para un corazón que se aburre/¡oh el cantar de la lluvia». Aunque, si hemos de ser sinceros, en su lengua original suena infinitamente mejor, más dulce y musical.
La lluvia, las persistentes lluvias de estos días, en un lugar en donde, como en el sur de California de la conocida canción de Albert Hammon, no llueve casi nunca, ha hecho que cunda el nerviosismo, y ha disparado la imaginación de muchas personas, que han especulado, incluso, con el más que posible regreso de Noé y su enorme arca para cargar de nuevo en ella una pareja de cada uno de los animales que habitan la tierra, y salvarlos así de las procelosas aguas, hasta que regrese la palomica con una rama de olivo en el pico en señal de que ha escampado.
La lluvia nos trae, sin duda, recuerdos del pasado, imágenes de otro tiempo con las que rescatamos a los muertos a través de la memoria. Recuerdos infantiles, sobre todo, como sucede en el poema de don Antonio. Y en uno de esos recuerdos aparece, como en una nebulosa que emerge de las sombras de la noche, mi pueblo.
Nadie se imagina lo que la lluvia podía influir en la vida y en el destino de las personas. Los días de lluvia, el maestro, después de bajar del coche de línea, ataviado con un enorme paraguas y un impermeable –la palabra chubasquero no se empleaba por entonces– de plexiglás, que aún olía un poco a petróleo, saltando de charco en charco, esquivando acequias y brazales, que iban de bote en bote, con unas aguas de color chocolate, apenas podía llegar a la escuela, que casi siempre encontraba vacía. ¿Quién iba a enviar a sus hijos al colegio con el barro hasta la cintura y la necesidad de vadear obstáculos, que eran una verdadera trampa, como las arenas movedizas de las películas de Tarzán?
Así fue como perdí una cita –quizá una de mis primeras citas–, con una muchacha de la que estaba medio enamorado cuando yo apenas era un crío. Habíamos quedado en vernos ese día, pero le comuniqué, a través del teléfono de una vecina, que había llovido, que había caído mucha agua, y que era imposible salir de casa. Creyó que era una simple y poco creíble excusa de alguien que se había rajado a última hora; que, en el fondo, no tenía ningún interés por ella, sin llegar a imaginarse, ni de lejos, todo aquel fangal, aquella maldición bíblica que se producía cuando se mezclaba, dando lugar a una masa asesina, todo aquel polvo de la huerta, tan sedienta siempre, y el agua que caía, como una bendición o como un castigo, según cada cual, desde el mismísimo cielo.
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