La bolsa o la vida
ALGO QUE DECIR ·
Está claro que el mundo se ha dividido en esta guerra novedosa pero igualmente atroz¿De verdad nos estamos peleando por qué comunidad, provincia o territorio pasa antes de fase? ¿Nos estamos peleando porque debemos guardar unas normas de higiene mínimas para evitar el contagio masivo? ¿Salimos a la calle con cacerolas y cucharas o a los balcones para protestar porque todavía no nos permiten llevar a cabo determinadas acciones sociales que interrumpirían de manera drástica la recuperación de esta pandemia terrible?
Está claro que el mundo se ha dividido en esta guerra novedosa pero igualmente atroz entre los que no les importa perder unos cuantos regimientos aunque, en este caso, ni siquiera ganen la guerra y los que extreman las precauciones contra cualquier interés económico con tal de salvaguardar la integridad de los suyos, de todos nosotros, del planeta entero.
No es necesario aguzar mucho la vista o el oído para constatar que los políticos se están volviendo locos y están volviendo loca a la gente. No podemos tornar a la vieja diatriba de las dos Españas, la que aplaude a las ocho, no al Gobierno ni a ningún partido, sino a los héroes de ese magnífico ejército de médicos, enfermeras, auxiliares y demás especialidades sanitarias, que, por cierto, están cayendo como moscas, y los que golpean ollas, cacerolas y sartenes, también a esa misma hora, para protestar contra la labor del Gobierno.
Mi inocencia me dictó desde el primer día que este era un problema técnico, que son los médicos, del signo político que sean, los que han de resolverlo, y que no me creo la sandez, repetida últimamente, de que determinadas comunidades están siendo castigadas por su carácter político ni que lleguemos a ninguna parte corriendo más que nuestro vecino, abriendo antes que él supermercados y cafeterías, comercios e industrias, para que el paro no cunda y se mueva de nuevo el dinero.
La bolsa o la vida, podríamos usar ahora una de aquellas frases clásicas del cine negro, pero esta polémica no tiene ni puñetera gracia, porque ninguna familia se ahorraría dinero ni escatimaría gastos en buscar a los mejores especialistas para sus hijos enfermos. Puede que la ruina sea inevitable, aunque a buen seguro también saldremos de esta crisis, pero no creo que nos valga el ejemplo de países con tanta pujanza económica como América o Inglaterra donde la pandemia ha segado un número desorbitante de vidas.
Cuando remita la Covid-19, ¿cómo evaluaremos los éxitos y los fracasos? ¿Cuántos muertos habrá que sumar para admitir que no lo hemos hecho bien y qué muertos contarán más? ¿Los del barrio de Salamanca en Madrid o los de las Tres Mil Viviendas en Sevilla? ¿Cuántos países se salvarán de haber llevado a cabo una gestión nefasta? ¿Y entre los caídos, quiénes de ellos regresarán para expresar su enérgica protesta con una cacerola en mano en el barrio de Salamanca o con un aplauso graneado en los balcones de Vallecas?
Estamos asistiendo cada día a un espectáculo bufonesco en el Congreso y en los debates políticos, indigno del nivel humano y social de un país como este, y lo estamos constatando en una parte y en la otra del hemiciclo, mientras la gente, la mayoría, obedece las recomendaciones sanitarias y se queda en casa. Es cierto que la disciplina, para bien o para mal, no ha sido nunca nuestra asignatura preferida, tal vez por eso en determinados momentos de la historia hemos actuado con osadía y con acierto, aunque el poder no estuviera a nuestra altura. Salimos a la calle aquel glorioso y lejano 2 de mayo para expulsar a los invasores, hoy se nos pide que nos quedemos en casa hasta que los peritos y los especialistas acaben con el mal.
Esta vez parece más fácil y menos violento.