En estos tiempos de obsolescencia programada, que un frigorífico dure 18 años es algo que hay que celebrar. En mi casa tenemos la costumbre de ... poner nombre a los electrodomésticos desde que entró en la cocina una olla que habla y mis hijos la llamaron Karen, como el traje de Spiderman (sí, somos un poco raros). Karen no habla mucho, pero hace compañía. La nevera fue un capricho que decidí quedarme de la lista de bodas. Unas semanas antes de casarme, aparecieron dos repartidores (un señor mayor y un chiquillo engominado) y se les cayó la nevera nueva y perfecta en su caja de cartón por las escaleras. Afortunadamente, no atropelló a nadie. Y, claro, esa no era MI nevera. Esa gemela maligna no llegó a desarrollar su potencial y se fue al cielo (o al infierno) de las neveras sin estrenar. Al día siguiente aparecieron dos jóvenes fornidos que sí trajeron a la auténtica Candelaria y la pusieron en su lugar. Entonces no se llamaba así porque antes de que nacieran mis hijos yo no era tan friki o por lo menos me esforzaba en disimularlo. Candelaria ha guardado con esmero las cervezas de las cenas con amigos y esos vasitos inquietantes con leche materna, las tartas de cumpleaños y el pescado que no sé limpiar. Y en la puerta ha tenido imanes de nuestros viajes, las primeras ecografías, dibujos y fotos de mis hijos, el horario de las extraescolares y esa dieta que nunca consigo hacer del todo bien. A la que está por venir habrá que buscarle un nombre y tiene el reto de sujetar con imanes los recuerdos de nuestros viajes futuros y las ecografías de mis nietos. Da un poco de vértigo, pero también ganas de brindar. ¡Por mi nueva nevera, por los próximos 18 años!
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