La muerte de un Estado llamado España
¿En qué momento España se convirtió en un Estado fallido? No es una pregunta retórica, ni el inicio de una novela de Vargas Llosa. ... La realidad en este caso mancha el presente, empapa nuestros días. Si algo ha dejado claro la tragedia de Valencia es que la democracia en la que vivimos y tributamos es un sistema obstruido por la burocracia, duplicado hasta el ridículo por agencias, despachos y comités. El sistema autonómico se muestra inoperante ante una tragedia de esta magnitud. Pero el problema no radica tanto en el tamaño del drama, sino en los sistemas de prevención y acción para reducir los daños. El Estado y las autonomías actúan como dos entes incapaces resolver, paralizados por protocolos absurdos y grandilocuentes.
Pongamos ejemplos de esta última DANA. A las 16.13, la Confederación Hidrográfica del Júcar manda un 'email' a la Generalitat informando del «descenso del caudal» en la rambla del Poyo por debajo de los 30 m3/s. A las 18.43, envía el quinto 'email' del día informando de una crecida del caudal de más de 1868 m3/s. La forma que elige este organismo para alertar de una catástrofe que avanza a pasos agigantados sobre la población es un email cuyo encabezado reza: «Para su conocimiento, la crecida está siendo muy rápida». No una llamada, un botón rojo, una alerta que haga despertar al encargado de gestionar esa parcela de esperanza que se desvanece entre la inutilidad y la pereza. Nada. Se cruzan los mensajes, se multiplican las reuniones. Las voces de alarma llegan tarde, las administraciones revisan sus protocolos y cuando se quiere poner a salvo a la población, el agua ya ha ascendido dos metros. Pueblos arrasados, cadáveres flotando por una geografía de guerra. Y el espectáculo no ha hecho más que comenzar.
Estos últimos diez días hemos comprobado las consecuencias de un Estado indefenso, desnudado a base de concesiones, cuarteado hasta el extremo durante décadas. Una máquina de generar subdelegaciones, sueldos, que como dijo Felipe González, no descentraliza sino que centrifuga. Ante un reto de tal magnitud, los mecanismos de defensa del Estado se han visto desbordados no tanto por los medios disponibles, sino por la imposibilidad de acceder hasta ellos. Las alertas no funcionaron, entre otras cosas, por la tardanza, pero también por la dependencia de varios organismos implicados. A tres comunidades autónomas, Región de Murcia, Castilla-La Mancha y Valencia, hay que sumar las confederaciones hidrográficas, dependientes del Ministerio de Transición Ecológica, una cadena de mensajes, tardanzas y discusiones que han resultado nefastos.
Otra pregunta que ronda dramáticamente la cuestión medular es quién se encarga de gestionar todos estos recursos que deben servir como defensa de la ciudadanía. En este punto abrimos la puerta a la gran cuestión de la meritocracia. Las administraciones de este país están plagadas de nombramientos a dedo, personas con escasa preparación que, a la hora de la verdad, requieren de conocimiento y experiencia en la gestión. Es lo que ha faltado en Valencia. En España se ha primado el nepotismo a la eficacia, y los muertos aún siguen en las ramblas del Levante.
Cargos, enchufes, ausencia de responsabilidad y mucha ideología. Es lo que sobra en estos momentos, es lo que convierte a España en un Estado fallido, inoperante ante una DANA, ante una pandemia. Nos gestiona, en su mayor parte, gente que no ha dirigido en su vida ni una pequeña empresa. Políticos profesionales que, mientras usted pasaba su adolescencia estudiando una carrera, pegaban carteles y aplaudían en los sótanos del partido. A uno y otro lado, nuevos y viejos, la política es una tabla de salvación para toda una generación de burócratas incapaces de asumir responsabilidades, pero puntuales a la hora de reclamar su sueldo público.
Escribe el dolor, por su puesto. El dolor de una tragedia que se podía haber evitado. No en su dimensión material, pero sí en el número de víctimas. La resaca del fango nos ha dejado un presidente de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, inoperante y asustado. Su falta de preparación, la de su equipo, ha costado vidas. Su inutilidad hoy apesta las calles de Valencia. También la de un presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, deshumanizado, incapaz de estar a la altura de su cargo, traficando sus intereses vitales (no ya políticos) a cambio de la destrucción de toda una región. Mientras Valencia olía a muerto, él se frotaba las manos. ¿Cuántas víctimas se podrían haber evitado si hubiésemos tenido a las personas adecuadas al frente de los organismos precisos? ¿Cuántos entierros nos estaríamos ahorrando ahora si España fuese un Estado fuerte, que sabe a dónde va y no un conjunto de taifas plurinacionales, inoperantes, hambrientas y egoístas?
Si me lo dicen hace años no lo hubiese creído. Lo único que queda de España es la Monarquía. La que soporta el barro en la cara y dignifica la memoria de los muertos.
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