Relativismo institucional
Hace dos semanas, tuve la suerte de participar, en Molina de Segura, en una mesa redonda cuyo tema de debate era el simulacro y la ... verdad. Junto con la filósofa Lilián Bermejo y el neurocientífico Salvador Pérez, se llegó a una pronta conclusión: toda verdad es una construcción cultural. No existen verdades absolutas ni preexistentes al lenguaje; algo que generó el recelo de algunos de los asistentes, el cual creyó ver en esta afirmación una invitación al relativismo radical. Intentándolo tranquilizar, le argumenté que, entre los defensores de las verdades preexistentes y los relativistas recalcitrantes, existía una tercera opción: aquella que Hilary Putnam denominó 'realismo interno' –esto es: a lo largo de la historia, los humanos hemos consensuado un número indeterminado de verdades que nos permiten convivir y convenir, sin ningún género de dudas, que una 'silla' es algo que sirve para sentarse, que un semáforo se puede cruzar cuando la luz está en verde y que ejercer violencia sobre otra persona es un delito–. Estas verdades son internas al lenguaje, pero son comunes e impiden que caigamos en el caos del relativismo sin límites. Aun así, y es algo que también fue puesto de manifiesto con un cierto grado de melancolía y pesimismo, la verdad –construida, humana, cultural– atraviesa una fase de serio desprestigio. Los consensos por los que siempre nos hemos regido, y que han permitido mantener viva la idea y la praxis de comunidad, están cayendo uno tras otro, hasta el punto de que nuestra democracia comienza a evidenciar la debilidad sintomática de un desahuciado. En la época de la 'posverdad', de las 'fake news', de la 'verdad líquida' –citando a Bauman–; cuando las mentiras han adquirido mayor verosimilitud que la verdad misma... parecía que el único suelo firme que nos quedaba era la confianza en la legitimidad de las instituciones. Y, precisamente hoy, por mor de la estrategia suicida de los partidos políticos –no hay ninguno que, en este sentido, se salve–, lo que podríamos denominar como el 'consenso institucional' –último garante de la verdad– se desmorona ante nuestros ojos sin que seamos capaces de detenerlo.
Si hay un claro síntoma, en España, del 'relativismo institucional' en el que nos estamos sumiendo es la puesta bajo sospecha de la justicia. Cada vez que una investigación o una condena colisiona con unos determinados intereses políticos, el partido en cuestión –PSOE, PP, Sumar, Podemos, Vox– deslizan la teoría conspiranoica del 'lawfare', y la sustitución de la idea de la 'justicia ciega' por una 'justicia oculada' –aquella que ve no para juzgar con más clarividencia e imparcialidad, sino para retorcer la verdad y arrojarla contra su contrario–. Adviértase este matiz: la justicia –en opinión de las formaciones políticas y de sus milicias de replicantes– ya no tiene como enemigo a todo aquello que infringe la ley, sino a un cierto bando político. Si sumamos las 'dos Españas', la totalidad del país contempla a los jueces no como impartidores de justicia, sino como activistas políticos al servicio de uno u otro bando. La puesta bajo sospecha de la justicia es la última prueba fehaciente de la 'crisis del pacto simbólico' que atraviesa España: ya no existe ninguna institución que, por encima del conflicto y el agonismo político, nos represente a todos. Lo que mantiene unida a la sociedad ya no es la creencia en algo, sino la sospecha compartida contra algo. En este vacío dejado por la destrucción de las creencias comunes, la argamasa social pasa a ser la negatividad, no el consenso. Y, claro está, quien mejor sabe aprovecharse de este desprestigio de la verdad es el populismo –ese discurso-buitre que se alimenta de las verdades muertas–.
La razón del crecimiento exponencial de Vox reside justamente en la debilidad extrema de la institución como mediadora simbólica –o lo que es igual: como un vínculo que trasciende los intereses personales y estructura el sentido común–. Cuando –como es el caso de la justicia–, este espacio de consenso se pierde, el vínculo social se reorganiza en torno a posiciones negativas: resentimiento, sospecha, odio compartido. En lugar de fe en lo común, emerge una 'comunidad del descrédito'. Lo que une no es la adhesión, sino la desconfianza compartida. Nietzsche ya lo intuyó: cuando no hay valores trascendentes, el resentimiento se convierte en una fuerza de cohesión. Nos encontramos en plena 'guerra civil simbólica', donde las instituciones solo son trofeos de una batalla narrativa. Cada grupo crea su microcosmos de verdad –sus propios jueces, medios, tertulianos–, y la única verdad común es la negación de la otra. Los partidos políticos –y esta es la más grave de todas las consecuencias– se han transformado en 'organizaciones-termita': la termita carcome desde dentro la estructura institucional, erosionándola lenta pero incansablemente. Desde fuera parecen intactas, pero por dentro solo queda polvo y túneles. En su sentido moderno –así lo entendieron Weber y Habermas–, el partido político era el canal institucionalizado de la voluntad popular. Sin embargo, en la actualidad, la mayor parte de las formaciones –sobre todo las consideradas como 'sistémicas'– se han convertido en organismos parasitarios, que se alimentan del Estado al que dicen servir. Las 'organizaciones-termita' no quieren destruir el edificio del Estado –al fin y al cabo lo necesitan para vivir–, pero lo debilitan hasta hacerlo inhabitable y vaciarlo de toda legitimidad. No operan mediante la violencia, sino a través de la erosión simbólica: la sospecha, el clientelismo, la saturación mediática.
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