La felicidad
Las sociedades felices no son necesariamente las más ricas, sino las que saben manejar mejor los inevitables sobresaltos de la vida
Les escribo esta columna desde un pequeño y remoto país a los pies de la cordillera del Himalaya: Bután. Llevaba mucho tiempo con ganas de ... visitarlo y, por fin, han coincidido varios factores para hacer realidad el deseo, aunque la estancia sea fugaz. Además de las montañas, este país es conocido por su interés en la felicidad. Eso, de por sí, ya tiene mérito pues se trata de algo que la humanidad lleva milenios persiguiendo sin demasiado éxito.
La neurociencia intenta desentrañar lo que ocurre en el cerebro cuando decimos «soy feliz». No parece que haya un botón mágico, ni una molécula en exclusiva, ni una región cerebral con forma de sonrisa. La felicidad aparece más bien como un cóctel inestable de neurotransmisores, dopamina, serotonina y oxitocina, cuyas acciones son a menudo contrapuestas. La dopamina es la entusiasta, celebra cada meta alcanzada, pero al minuto ya pregunta por la siguiente. La serotonina, más prudente, regula el bienestar general, esa sensación de estar «a gusto». Y la oxitocina nos hace confiar en los demás, un detalle importante si no queremos terminar solos. El problema es que estas tres «señoras» no siempre se ponen de acuerdo y, cuando lo hacen, no suelen durar mucho en armonía.
Por ejemplo, la dopamina está asociada al deseo, no a la satisfacción duradera. Cuando conseguimos algo largamente esperado se produce un pico dopaminérgico. Pero, poco después, la curva cae y el cerebro pide dedicarse a un nuevo objetivo. Esto se llama adaptación hedónica, nos acostumbramos muy rápido también a lo bueno. Es un mecanismo evolutivo razonable, si la humanidad se hubiera conformado tras conseguir hacer el primer fuego, no habríamos llegado muy lejos. La felicidad estable no es un estado natural en el cerebro humano. Y eso explica por qué incluso alcanzar las metas más preciadas suele venir acompañado de un pequeño poso de decepción.
Y aquí aparece Bután, con su famoso índice de Felicidad Nacional Bruta. Mientras el resto del mundo mide sus toneladas de acero o los porcentajes de la inflación, aquí ponderan la paz interior, las relaciones sociales, la salud espiritual o el equilibrio con la naturaleza. Suena bastante ingenuo, pero tiene su lógica. Las sociedades felices no son necesariamente las más ricas, sino las que saben manejar mejor los inevitables sobresaltos de la vida. Lo paradójico es que al llegar aquí no se nota que la felicidad flote en el aire, no es algo que se respire. Parece, más bien, una aspiración colectiva, una forma de intentar vivir mejor sabiendo que la perfección no está al alcance de nadie.
La ciencia aporta otra perspectiva interesante, la felicidad no es un lugar al que se llega, sino un proceso dinámico. Algo así como caminar sobre una tabla estrecha que se mueve constantemente. Un experimento clásico demostró que la gente es más feliz cuando está absorbida en una tarea como trabajar, crear o ayudar, que cuando intenta relajarse «a la fuerza». El cerebro se lleva mal con el vacío y necesita un propósito, aunque sea pequeño y cotidiano. Otras investigaciones mostraron que los humanos somos muy malos prediciendo lo que nos hará felices. Sobreestimamos la alegría que nos darán los grandes logros y subestimamos la importancia de las pequeñas rutinas. La ciencia llama a esto «ilusión de enfoque», ponemos demasiada atención en algo concreto como una casa nueva o un ascenso, creyendo que será la clave de nuestra felicidad, cuando en realidad sólo es una pieza más del rompecabezas. También sabemos que parte de nuestra felicidad está 'preconfigurada'. Los genetistas estiman que alrededor del 40% de la variabilidad individual del bienestar tiene una base hereditaria. El resto depende de circunstancias y hábitos. Es decir, podemos influir en ella, pero no es algo completamente libre. Quizá de ahí venga la frustración de buscar recetas universales que, naturalmente, no existen.
Me queda la duda de si caminar por estos senderos contemplando picos y valles me dará esa iluminación tranquila prometida. O si, por el contrario, me ocurrirá lo que la neurociencia anticipa, que puede que disfrute, pero sin alcanzar ninguna epifanía definitiva. Y, sinceramente, está bien que sea así. Quizá la felicidad, vista con rigor científico y con algo de humor, no sea un trofeo ni un estado permanente, sino un intervalo, unos momentos breves de equilibrio entre lo que esperamos y lo que ocurre realmente. Al final, todo son escenarios, y la felicidad, si aparece, lo hace en formas pequeñas y fugaces, casi siempre sin avisar. Y quizá ese sea su secreto.
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