Cuando Cartagena y Murcia se disputaban peces… y a veces cadáveres
La pugna por el Mar Menor llegaba a las orillas, a los botes y, en no pocas ocasiones, a los puños y al remo
Si cree usted que las rivalidades entre ciudades son cosa de fútbol, es que no ha leído el documento cartagenero de 1490. Ahí, en pergamino ... fino y con letra que ni el mejor notario del barrio, los Reyes Católicos revocaban la sentencia del corregidor mosén Juan Cabrero, que había intentado conceder a Murcia, en arriendo a Sancho de Arróniz, la exclusiva de la albufera de Cabo de Palos -nuestro actual Mar Menor-. Cartagena, ofendida y guerrera, se fue directa a la Corona y logró un revés regio que aún huele a victoria.
Entre 1485 y 1523 el pleito fue constante. Murcia consiguió que le reconocieran la propiedad del Mar Menor, pero Cartagena mantuvo la posesión de la mitad sur. Traducido al castellano claro: Murcia guardaba el título como un diploma colgado en la pared; Cartagena salía cada madrugada a echar las redes. Y no piense que esto quedaba en el bonito marco del derecho: la pugna llegaba a las orillas, a los botes… y, en no pocas ocasiones, a los puños y al remo.
La pesca no era un pasatiempo bucólico. Hablamos de encañizadas -laberintos de cañas estratégicamente colocados en las golas para atrapar doradas y mújoles- que producían más renta que un señorío con tres aldeas. Los derechos sobre esas artes eran pólvora pura. Las crónicas locales y expedientes judiciales del siglo XVI recogen riñas violentas entre pescadores de uno y otro concejo, con varios muertos que acabaron en enterramientos discretos y sumarios archivados «por la paz del reino».
Un episodio especialmente comentado en las relaciones de la época menciona que, a raíz de un «asalto nocturno» a una encañizada controlada por cartageneros, se produjo una pelea mortal en la que dos hombres de Murcia y uno de Cartagena acabaron flotando junto a las estacas. El acta del escribano lo disfraza como «triste desgracia en faena de pesca», pero cualquiera en la ribera sabía que había sido una emboscada por la renta del mújol.
El caso de 1490 no se cerró con la carta real. El asunto rebotó como una pelota. Granada dicta en 1513 que la mitad sur es de Cartagena; Murcia protesta; el expediente va a Ciudad Real; vuelve a Granada… y así hasta agotar la paciencia de medio consejo real. Mientras tanto, los pescadores seguían haciendo lo de siempre: pescar donde podían, vender donde querían y, a veces, ajustar cuentas en el agua.
La Real Chancillería de Granada, en su fallo, deja una frase que aún hoy es oro puro: «Que cada ciudad goce de lo que le es propio, sin perjuicio de la otra». Es decir: «No os matéis, pero cada cual en su sitio». Una recomendación que en las playas se interpretó con la flexibilidad de un aparejo bien tensado.
Pescado para Orihuela
Cartagena, siempre previsora, ya en el siglo XV tenía ordenanzas de pesca muy concretas. Murcia, por su parte, imponía a ciertos pescadores cartageneros la obligación de entregar dos terceras partes del pescado sobrante tras abastecer la ciudad portuaria. Esto, claro, se cumplía… más o menos. A veces, las barcas salían de madrugada con doradas rumbo a Orihuela o Elche, saltándose la ruta murciana. Ahí empezaban las persecuciones, las emboscadas y los choques en mar abierto.
Un marinero viejo de la época lo resumió en un testimonio ante escribano: «En la gola manda el que llega primero, y el último se va con las manos vacías o con la cabeza rota».
En pleno siglo XVIII, Cartagena se planta y levanta una encañizada en término propio y con autorización real. Midió sus 600 varas, colocó hitos, hizo toma formal de posesión y destinó las rentas al Hospital de Caridad. Un triple golpe: legalidad impecable, beneficio social y, de paso, morder mercado murciano sin cruzar la línea.
Murcia protestó, claro, pero esta vez los papeles estaban de parte cartagenera. Los pescadores de Cartagena se dieron el gusto de trabajar sin sobresaltos. Al menos hasta que algún vecino del norte intentó 'comprobar' si las varas estaban bien medidas, provocando otra de esas peleas ribereñas que daban más titulares orales que las Cortes de Cádiz.
Desde el siglo XV al XVIII, el Mar Menor fue algo más que un espacio natural: fue un campo de batalla económico y político. Las muertes en reyertas, los pleitos interminables, las acusaciones de robo de artes, la pesca nocturna 'furtiva' y las trampas con redes falsas crearon una cultura de recelo mutuo.
Lo curioso es que, pese a la sangre derramada, ninguno de los dos concejos dejó jamás de presentarse ante la Corona como defensor del «bien común» y del «abasto de la población». Al final, el bien común era siempre el propio.
Hoy este documento de 1490 descansa en el Archivo Municipal de Cartagena, silencioso y tieso, pero si pudiera hablar repetiría, con ironía: «Aquí empezó todo… y aquí seguimos».
Cartagena salió de aquel pleito con la mitad sur del Mar Menor bajo el brazo y la certeza de que la mejor manera de defender un derecho es usarlo todos los días. Murcia conservó su título y su enfado, que en este litoral vale tanto como una patente de corso.
Si algo enseña esta historia es que el pez siempre muere por la boca y el pescador, a veces, por la gola. Y que, cuando las redes se enredan en la política, ni el mar más tranquilo garantiza una faena en paz.
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