Paestum, la tumba del nadador feliz
Un paseo por la historia ·
La metáfora del fresco es clara: el ser humano se lanza al vacío desde el instante en el que naceÉl sabe que ya está muerto. Lo supo en el momento preciso en el que despegó sus pies de la pileta y se zambulló hacia ... el vacío. Lo piensa cuando su cuerpo empieza a descender, después de haber alcanzado su máximo esplendor. Ahora se arquea ligeramente y alcanza una posición de atleta olímpico. El cuerpo es una línea perfecta, curvada como las medias lunas que dejará de ver. El cielo lo espera al final del impacto, en ese mar de aguas celestes que se encrespa, que lo recibirá con olas épicas. Está a punto de sumergirse. Será la confirmación de que fue, de que su vida transcurrió entre tardes de verano en el sur, piel morena sobre otras pieles, el amor y la muerte a punto de inaugurar la espuma del mar.
No puedo moverme de este lugar, frente al tuffatore, los frescos de una tumba tan antigua como el cielo que nos cobija. El guardia de seguridad me observa despistado. No son muchos los que llegan hasta aquí. El sol de julio arde y Nápoles actúa como un atrapasueños para los amantes de la arqueológica. La mayoría se quedan en sus calles, se pierden por las ilustres domus de Pompeya, navegan sobre las aguas de Capri o se precipitan al lujo de Amalfi.
Yo he descendido más aún. He desafiado a la gravedad, como el nadador al que no puedo quitar la atención, y he llegado a Paestum esta mañana. Poseidonia la llamaron sus fundadores, griegos afincados en Síbaris, al otro lado de la península italiana. El arte de viajar continuamente fundaba paraísos de este tamaño. Templos junto al mar. Una tumba hermosa para narrar una vida breve. No me puedo separar del tuffatore, lo reconozco.
Los templos de Atenea y de Hera rivalizan junto a los pinos. La Magna Grecia fue la sublimación de la civilización griega, que necesitó de una geografía más amable para mostrar todo su potencial. Paestum busca la sombra de los árboles y por eso sus tumbas representan siempre hombres y mujeres felices de haber vivido. No es poca levedad eso. Sin embargo, la más exuberante de las bellezas siempre se esconde en los pequeños detalles. Estoy cansado, pero no de caminar, sino de asombrarme de lo más sencillo de la vida. Extasiado, porque la verdad se revela en pequeños gestos cotidianos.
Me explico. El nadador está a punto de sumergirse para siempre en el mar. Es el fresco principal de una tumba. No se sabe a quién perteneció, pero la metáfora es clara. El ser humano se lanza al vacío en el preciso instante en el que nace. Se precipita a la vida, que es una figura hermosa para transcurrir sus días. Y vive. Vive porque aún no cae al agua. Lo hará. Il tuffatore sabe que la batalla está perdida, que cuando el agua resbale por su piel se habrá acabado todo, y no existirán más la piscina, ni los pinos que cobijan el sol despiadado ni los templos de Hera, Atenea ni Paestum con toda su belleza de fuego a la hora de la siesta. Lo sabe el nadador, que se muere, y lo sé yo, que contemplo su muerte, detenida desde hace dos mil seiscientos años. Eso es lo que nos separa a los dos. Nuestra confidencia. Llegar al mar un día y tener la certeza de que el salto ha sido un movimiento feliz.
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