En mi última semana de vacaciones he intentado no hacer nada con mucha intensidad. No es fácil. Me he dado cuenta de que no hacer ... nada también requiere organizarse y tener unas cuantas normas. Todos los días hay que comer, pero cocinar ya es un esfuerzo, ¿o si disfrutas no lo es? Si salgo a pasear porque me gusta andar, ¿lo puedo contar como no hacer nada? ¿Y tener vida social? Porque quedar con gente y mantener una conversación medianamente interesante también cuesta a veces.
Tengo una montaña de libros por leer y una lista de series pendientes, pero no sé si empezar ahora a tachar elementos de esa lista se puede considerar estar de vacaciones. Y mientras me decido, estoy tumbada viendo girar el ventilador del techo y pensando, como Serrat, que no le iría nada mal una mano de pintura. Hay tres frases que es mejor no decirme nunca: «No tiene pérdida», «no te pongas nerviosa» y «no pienses en nada». Activan algo en mi mente que provoca que pase justo lo contrario. No puedo recordar ni una sola vez que haya conseguido tener la cabeza vacía de ideas o de listas de cosas por hacer. Sé que hay personas capaces de tumbarse al sol sin libro que leer, sin radio que escuchar, sin pensar en que tienen que escribir esta columna, simplemente sintiendo el calor en la piel y olvidándose de todo. Pero no soy una de ellas.
En uno de esos libros que a lo mejor no debería leer porque estoy de vacaciones he aprendido que existe la palabra «trasmañanear», mucho más sonora y entendible que «procrastinación», y he decidido que a lo mejor lo de organizar las vacaciones también es algo que puedo dejar para mañana porque hoy tengo muchas cosas en qué pensar.
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