De la casa de mi abuela recuerdo los armarios de la cocina y sus celosías. No eran alhacenas, sino cuevas de Alí Babá donde huronear ... a la hora de la siesta, cuando nadie te veía. Todo en busca de pasteles y rescoldos de la Navidad anterior, como peladillas y trozos varados de turrón, con el gustillo que da ser un crío y sentir que haces algo prohibido. Estos días, viendo los burkas otra vez en las fotos de Afganistán, no he podido evitar acordarme de aquellas celosías. No sé si la comparación está bien traída o no –hoy en día nunca se sabe con los tuiteros dispuestos a guadañarte a las primeras de cambio–, pero no puedo evitarlo: sí, la rejilla de esos vestidos me hace recordar las celosías de mi abuela.
Debe ser más que chungo ver pasar la vida a través de una hendija, algo indigerible en una sociedad como la nuestra. Me pregunto qué pensarán estas mujeres cuando nos vean quejarnos de nuestras mascarillas, ellas, que viven con la vista ranurada cada vez que pisan la calle. No creo que vaya nunca a Afganistán, pero me importa lo que pasa allí y me han impresionado sus imágenes. No solo la profusión de burkas, sino también la aglomeración del aeropuerto. Me pregunto qué grado de desesperación llevarán algunos para agarrarse al avión cuando despega y seguir agarrados cuando levanta el vuelo.
Así que se nos va agosto con el tragantón de estas imágenes y el tremedal de peces muertos en el Mar Menor. Sí, otra vez. Está tan achichonado y maltrecho que parece mentira que este Mar Menor de hoy fuera un día rubio y con los ojos azules, como aquel en el que yo me bañaba. Tan cambiado está. Dice el expresidente uruguayo José Mujica que el tiempo se pasa, así que hay que aprovechar, dejarse de mandangas y saber vivir por una razón sencilla: no vas al supermercado y compras vida. Es lo único que no está en venta. Qué razón lleva y es una pena, porque bien que nos vendría comprar un poco para nuestra laguna.
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