Aparecen cabizbajos frente a la estación de tren del Carmen, en una hilera de maletas y pies que suenan como si el mundo raspase o ... el mecanismo de la ciudad necesitara un poco de aceite. Van caminando muy despacio, lastrados, supongo, por todo eso que uno se trae a la vuelta de cualquier parte –un poco de alegría, un poco de nostalgia–. Enseguida salta a la vista que la cantidad de integrantes del grupo, que suma varias decenas, no es la habitual y que su lenguaje corporal está directamente relacionado con la fecha en que estamos. Lo que presenciamos no es una llegada cualquiera. Es la primera gran entrega del retorno de vacaciones, un movimiento migratorio que se da en fases y puede contemplarse en su máximo esplendor en cada cambio de mes del verano, especialmente en el entorno de los nodos de transporte, donde se concentran las mayores bandadas.
En cuanto te das cuenta, dan ganas de ir y darles un abrazo. Atraviesan un momento del año delicado, en el que hay que hacer esfuerzos para no caer en el desánimo. La tentación de entregarse a la autocompasión o lamentarse por no haber hecho lo suficiente en los días disponibles es fuerte.
Puede que alguno de los formidables ejemplares de vecinos regresados de las vacaciones que parten de la estación del Carmen vaya pensando en eso. Pero los veranos no son lo que se hace con ellos, sino lo que no se hace.
Es algo parecido a lo que le escuché decir a Keith Richards en una entrevista, cuando trataba de explicar por qué los primeros sencillos de Elvis no necesitaron incorporar ninguna batería para inaugurar el género. «No hacían falta. El 'rock and roll' es algo totalmente distinto –de sumar ruido con la batería– Tiene que ver con cuándo no tocar. Se trata del silencio».
De eso van estos días también: de darse el gusto de elegir qué no hacer, de escoger bien qué notas dejar pasar.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión