Había como mucho dos metros de distancia entre el agua y el lugar en que Carlos, Patricia, Marta y Dani habían decidido escribir sus nombres ... en la arena. No me habría fijado demasiado en ellos si no fuera por un detalle que me pareció de una ternura inigualable. Tras concluir la firma a cuatro, el encargado de ejecutar aquella obra condenada a sucumbir en horas al agua o las pisadas había decidido añadir, con trazo firme, algo tan ridículo como hermoso: «2025». Como si la firma fuera a durar siempre.
Puedo hacerme una idea aproximada de los años que tendrían los protagonistas. Hay una edad en la que todo parece ir a resistir más de lo que luego lo hace. E irónicamente esa edad dura muy poco. Cuando la atraviesas, puedes escribir con un dedo mojado en la playa cualquier cosa y creer que estás redactando un contrato que el mar estará obligado a respetar, que lo que haces es igual que poner un candado en un puente o hundir la llave en un tronco.
Con el tiempo, dejas de otorgar la cualidad de permanencia a los asuntos fugaces, aunque todos conservemos una leve resistencia a aceptar las fechas de caducidad que se manifiesta de formas muy sutiles. Una de mis favoritas es la expresión «nos vamos a ir yendo», una forma de esquivar la existencia misma del adiós que tiene difícil traducción a otros idiomas. A los españoles nos parece de tan mala educación acabar con un encuentro, que hemos sido capaces de edificar una expresión con tres conjugaciones diferentes del verbo ir con tal de no decir 'me marcho'. Ir yéndose es, además, un proceso, una acción en desarrollo y eso es mejor que un final.
Actuar como si los momentos fueran columnas de piedra o el agua no pudiera llevarse lo que escribes, no tiene mucho sentido práctico, pero hay algo de disfrute en actuar como si no lo supieras, o mejor, como si lo supieras y no importara: firmar algo que diga que, pese a la certeza de que nada resiste, tú has venido a dejar constancia.
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