Hace poco asistí a una enfervorizada defensa del chocolate puro. La persona en cuestión lo catalogaba de, ojo ahí, «sublime placer adulto». Me sorprendió la ... energía que dedicaba a razonar el grado de refinamiento necesario para captar las sutilezas de un chocolate más negro que el infierno. Como un sumiller del cacao, insistía en que solo un paladar cincelado por la vida podía gozar de la amargura de una onza con 95% de pureza derritiéndose en la boca. Parecía que en cualquier momento iba a repartir folletos de la Secreta Iglesia del Chocolateado Belcebú.
Tras la surrealista escena me quedé rumiando sobre el tremendo esfuerzo que hacemos para no solo justificar, sino glorificar nuestros dudosos gustos adquiridos en la vida adulta. Bebemos un repugnante café que podría usarse para asfaltar carreteras. Desayunamos tostadas con aguacate, una sustancia verde que parece plastilina, pringa como la plastilina y tienes que ahogar en aceite y sal para que no sepa a plastilina. ¿Cuántas cervezas hay que beberse para ceder ante el rancio embrujo del lúpulo? ¿Cuántos cigarros hay que fumarse para dejar de echar los pulmones por la boca? Pero insistimos.
En el mundo adulto, donde un «ya te llamaré» se usa como sinónimo de «no pienso ir ni a tu entierro» y diez minutos de misionero con los calcetines puestos y una camiseta blanca de tirantes se nos antojan una proeza amatoria digna del Kamasutra, nos esforzamos en vestir con un manto de exquisitez unos gustos adquiridos que harían vomitar a cualquier niño. Porque no es adulto. No entiende.
Pero el caso es que con los años, además de hacernos más sabios, nos encorvamos bajo el peso del cansancio, las obligaciones y las decepciones de la vida. En nuestro empeño por ensalzar los placeres adultos no nos planteamos que no hay placer más adulto que seguir disfrutando de un bocadillo chorreante de Nocilla o un cucurucho de churros sin el más mínimo remordimiento.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión