Dicen que los algoritmos de las redes sociales nos conocen más que nosotros mismos: Facebook sabe quiénes son tus amigos, Twitter a quién votas y ... LinkedIn quiénes son tus compañeros de trabajo. Pero me da la sensación de que yo las tengo a todas muy despistadas. En Facebook no comparto imágenes bonitas con frases inspiradoras ni formo parte de grupos de protesta. Tampoco suelo felicitar los cumpleaños. Digamos que soy un poco antisocial para lo que se estila allí. En Twitter sigo a personas de cualquier pelaje e ideología, así que a veces me imagino al algoritmo estresado y queriendo gritarme: «Pero, ¿tú de qué vas?». Ni siquiera tengo trols. Tenía uno, pero afortunadamente parece que se ha aburrido de mí. Y en LinkedIn deben estar muy decepcionados, porque no utilizo términos técnicos y sofisticados en inglés para explicar en qué trabajo. Sin embargo, el algoritmo de Instagram (¡ay!) sí me conoce. Cada vez que entro, tanto la publicidad como las cuentas y vídeos sugeridos son de dietas saludables, de ejercicios fáciles para hacer en casa y reducir los michelines, de consejos para vestir bien y disimular esa tripita o esa papada que no nos gusta, y de postres con chocolate. Instagram sabe que soy una señora sin gusto para la moda que no sabe posar en las fotos y que quiere ver en bucle eterno vídeos en los que me enseñen trucos para salir de la manera más favorecedora sin llegar a la conclusión de que lo mejor es cubrirme con una manta. Para Facebook soy una huraña con 5.000 amigos, para Twitter una chaquetera que no sabe lo que piensa en realidad y para LinkedIn alguien con un futuro poco prometedor. Solo el algoritmo de Instagram sabe que soy una gordita con complejos y adicción al chocolate.
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