Acaba agosto y con ello, esta columna semanal. Pero antes de irme, quiero acordarme de mis compañeros de sección. En el verano donde casi fuimos ... normales, Marta Ferrero se despidió de Marina, y abrazándola, volvimos a los campamentos de verano y el jabón lagarto, arreglamos el mundo a la fresca, por poco nos convence de apuntarnos al agrofitness, y su ventilador se llevó la tristeza en plena ola de calor.
La prima de Montpellier de Lucia Hernández, a la que mediante cartas le ha ido contando todo lo que pasaba este verano en Marcona, no daba crédito viendo la que se ha montado con Zahara, su preocupación por la salud mental y el Mar Menor o el señalamiento a los jóvenes frente a la Covid, mientras un apóstrofe nos aplastaba.
De David Cano ya conocía su amor por Mazarrón, pero he descubierto que para él no todo vale en la cultura del esfuerzo, y que detesta a los Espasa Calpe, a Sergio Dalma y a los antivacunas, pero estoy segura que en el futuro me lo volveré a encontrar cerca de la barra en un concierto de The Killers.
Me he reído y he sufrido con Rosa Palo y su familia. Las crónicas sobre su periplo en autocaravana por el sur de España se merecen un Camba, porque ella, al igual que yo, nació señora y eso no estaba pagado.
Con Ruben García Bastida he puesto, como Indurain, cara de que no pasaba nada cuando pasaba todo, he llorado imaginándome, como él, un Mar Menor vivo en nuestros Urrutias, me he venido arriba con esperanza y lo imagino empezando sus vacaciones en el coche, mientras suena Kodaline, lejos de la vida civil.
Muchas de estas columnas no han podido leerse fuera del muro de pago. Desterremos la cultura de la gratuidad en prensa y acostumbrémonos a pagar por contenidos de calidad al igual que pagamos por plataformas de series y películas. ¿O acaso la aventura de Rosa Palo y su autocaravana no merece una serie de Netflix?
Hasta el verano que viene, o no...
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