Me he comprado un gel de baño en Mercadona que huele a verano. No huele a fresco, ni a flores, ni a cóctel con sombrillita. ... No huele a verano de Marbella ni de Ibiza. Huele a verano de verdad.
A ese de cuando éramos pequeños y amanecíamos con la luz colándose a través de las rendijas de las persianas, y saltábamos de la cama con la ilusión de tener por delante un mundo por descubrir y recuerdos que atesorar.
Al verano que empezaba en la hoguera de San Juan, los reencuentros con la pandilla, los partidos de fútbol en el polideportivo, los saltos desde el embarcadero o las carreras de bicis.
El de la sal en el pelo y el bañador mojado, ir al cine al programa doble en manga larga con el bocadillo y el cojín. A subir de excursión el Carmolí y bajar de noche a la playa a ver las Perseidas. A la noche de Santiago, el primer amor y las despedidas llorosas.
Al que acababa pasando el mes de septiembre en el campo, con un palo por espada y todo el monte por conquistar, subiendo a los árboles para otear mejor batallas imaginarias. A guardar insectos en un bote de cristal para observarlos y partir almendras en una mesa de mármol. Es curioso cómo los días de verano se van acortando conforme vamos cumpliendo años. Ahora pasas la canícula trabajando delante de una pantalla de ordenador con el aire acondicionado puesto, obviando la infernal subida de la luz, y anhelas vivir en un permanente verano de sol y piscinas como en un cuadro de David Hockney.
Ya no hay vacaciones de casi tres meses, ni aventuras por vivir. Ahora trabajas 350 días para poder viajar en septiembre (que es más barato), y acumular recuerdos y experiencias que te sostengan hasta el viaje siguiente. Es la gran estafa de hacerse mayor.
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