Señores, ya están aquí los anuncios de coleccionables en la tele. Oficialmente ha llegado el final del verano.
Entre trabajo y hospitales, he aprovechado para ... mudarme a una casa con jardín, que a mí un segundo confinamiento no me pilla otra vez sin balcón, al que como sigamos así deberemos salir a pedir perdón en vez de a aplaudir, porque lo nuestro no tiene arreglo. Que esto nos haría mejores, decían. Mejor no sé, pero cual Padre Mundina consagrando mi vida a la botánica lo espero.
También he conocido personas y he desconocido a otras. He viajado por España a través de las crónicas de Rosa Palo, y lo único que he adquirido en las rebajas es ropa de estar por casa para subir mi nivel de indigencia estética, ya que, visto lo visto, me temo que quedan suprimidas mis pocas salidas lo que resta de año.
En este verano distópico he visto cosas que vosotros no creeríais, atacar naves en llamas más allá de Orión no, pero sí la consagración de Enrique Ponce como musa de la generación Z, a Julio Iglesias caminando con mulatas (nótese la chispa), el destierro del rey emérito al que nunca un lío de faldas le salió tan caro, y a Messi dejar el FC Barcelona vía burofax, como si de 1996 se tratase, superando a aquel novio que te dejó por WhatsApp, que este final no te lo firma ni Shyamalan, y ojo, que el año aún no ha terminado. Espero el más difícil todavía en este circo que es la vida últimamente.
Y como no hay final del verano sin sus despedidas, hasta aquí mis nostalgias. Dentro de cuatro meses será Navidad y la sensación de estar en un año en el que las fechas son intrascendentes persiste. Yo, como Bukowski, al futuro ya ni siquiera le pido felicidad, solo un poco menos de dolor, no tanto por el virus sino por todo lo que me está quitando este 2020, el año que vivimos atónitos. Ha sido un placer.
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