Fui a Cuba hace ya unos años, y lo hice espoleado por el Che y el arrebol de su leyenda, la épica del 'Granma' y ... sus barbudos, el olor de sus habanos, sus playas del color de nuestras piscinas y, en definitiva, el imán colorido y rabioso del trópico. A mis veinte años, buscaba un viaje con ribetes de aventura, a caballo entre la mística y lo exótico. Y algo de eso hubo, pero mi visión quedó entenebrecida por sus coches de museo pero muy desvencijados, las cartillas de racionamiento y las colas para comer, el milagro de sus casas porticadas, hermosas pero descostilladas, y el mosqueo soterrado de muchos de ellos, que te ponían a caldo el régimen a poco que nadie les viera y te tuvieran confianza. Sí, buscaba una postal y me topé con un desengaño.
Enseguida me di cuenta de que aquella gente no tenía nada y vivir allí era un ejercicio diario de funambulismo. No se trataba de llegar al final del mes, sino al final del día, pero lo hacían y era un milagro. Algunos incluso intentaban ponerle buena cara al mal tiempo con risa y bullanga. Los había que te gastaban bromas, se te abrían de sopetón y te mostraban el carácter sandunguero de muchos. Sabina lo explica así: «Es como si no le tuvieran miedo a la piel»; y en 'Caladas de Cuba' de Manuel Madrid dice un bicitaxista que «endulzar la agria realidad de la vida es casi una obligación para los cubanos». Así es. Cuba es una isla maravillosa, que amas y te descoloca a un tiempo.
El Estado les da casas, pero las casas tienen la fecha de caducidad muy pasada, los escaparates se ven deshabitados de objetos, la libertad ni se ve, está en las raspas... Parece que al fin empiezan a perder el miedo y a levantar la voz, y hasta el mismo Silvio Rodríguez, que tanto ha palmoteado la chepa de la revolución, lo ha dicho: «Debemos escuchar todas las voces, y mucho más las propias». Ahora los jóvenes se ponen de puntillas. Veremos si esta vez su voz es al fin la voz cantante y a la revolución le quedan o no dos barbas.
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