Uno arranca el año con propósito de enmienda y el mes de agosto con propósito de holganza. Es lo que está mandado, salvo que agosto ... no te pille en la playa, sino apencando, como es mi caso. Así que no estoy asoleándome, yo sigo por la acera, no he aprovechado el mes para salirme de ella y hacer algo diferente, como muchos, o no hacer nada, como tantos otros.
Hace años solía pensar que sí, que la vida está en otra parte y es en agosto cuando hay que ir a buscarla. Era otra época, en la que mandaba la adrenalina de la juventud y no me molestaba la música con extra de decibelios, ni el sol bullente ni el sarpullido de la gente en la playa. Ahora soy de la cofradía de la calma. Quizá sean los años. Dice Sánchez Dragó que en el mundo hay dos tipos de personas: las que nacen con vocación de joven y las que nacen con vocación de viejo. Igual soy de los segundos, pero lo cierto es que ahora suelo buscar fechas de poco uso, playas despobladas y bares medio deshabitados, donde la vida se enlentezca, se pueda beber un vino tranquilo y tener una conversación amena.
Es lo que hay. Después de todo, quizá la vida no está en otra parte, como pensaba antes, sino en uno mismo. Donde otros buscan trepidación, yo busco calma. Ni hacer escalada, ni subirme en globo, ni apuntarme a un bautismo de buceo. Nada de eso. Cada vez me gustan más el bálsamo y la anestesia: un viaje bueno en agosto, es mejor en septiembre; un vino excelso en agosto, está más bueno en septiembre. Así que para mí agosto es siempre un mes a la espera, coagulado en el tiempo. Eso sí, a veces te llevas sorpresas, como la famosa DANA, que hace dos septiembres me obligó a volver a casa –donde buscaba anestesia se me venía agua–, pero aun así lo prefiero. Después de todo, no cae el diluvio universal todos los años. Y si es así, qué le vamos a hacer. De vacaciones, lo que sea, cualquier cosa vale menos sacar los codos.
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