Durante los meses de confinamiento y los que vinieron después, con la locura de cierro y abro restaurantes, mi marido hostelero decidió poner en marcha ... un huerto ecológico. Primero porque cree en las bondades de los productos 'kilómetro cero' y segundo porque necesitaba algo para distraerse y quemar su indignación.
El resultado es que tiene un huerto precioso con unas tomateras y berenjenales que parecen una selva, ha perdido 20 kilos y no se ha vuelto loco. Así que intenta convencer a todo el mundo de que la mezcla de actividad física, aire libre y contacto con la naturaleza es la solución para casi todo. 'Agrofitness' lo llama, porque «ven a ayudarme al huerto» se ve que no tiene el mismo enganche marquetiniano.
El caso es que durante mis vacaciones se ha empeñado en convencerme de que me deje de dietas y ansiolíticos, cual gurú de la autoayuda. A mí, que soy alérgica a casi todo y que desde bien pequeña me he creído lo que me decían las monjas: que «hay que tener cuidado con los que te quieren llevar al huerto».
No me importa el madrugón para evitar las horas de calor, pero el 'recolecting', 'poding' y 'azading' que forman parte del 'agrofitness' no me han seducido demasiado. Aunque le cambiemos el nombre siguen siendo actividades tan duras como siempre.
No hace falta que os jure que yo no he obtenido los mismos resultados que mi gurú. Llevo el cuerpo lleno de agujetas, mi bronceado no es apto para presumir en la playa y mis brazos son un muestrario de arañazos y pequeños granitos. Son las heridas de mi lucha con las plantas de calabacín, cuando iba cuchillo en mano como una loca por el huerto. Mi consuelo es que puedo decir con orgullo aquello de «tendríais que ver cómo quedaron ellas».
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