Premiamos la velocidad, la productividad, la persistente imagen en redes, el ruido y la furia, que diría Faulkner. Pero en mi cabeza, atribulada y tendente ... a esa zona límite entre recuerdos e imaginación, pervive indeleble un acto, una forma tal vez de resistencia, una subversión leve, como son las revoluciones exitosas. Un grupo de personas, un par de mujeres mayores, sentadas a la fresca, en la puerta de casa, al caer la tarde. No hacen nada espectacular. Conversan, observan, se abanican, comentan lo que pasa o simplemente callan juntas. El dulce placer de mantenerse callado junto a alguien. Y, sin embargo, en ese gesto mínimo se encierra una auténtica resistencia: la de detenerse y compartir.
Vivir el verano sin trabajar no siempre implica grandes viajes ni retiros exóticos. A veces basta con una silla de plástico en la acera, una vecina que pasa, el aire que empieza a moverse. Sentarse a la fresca no es solo una costumbre de la España rural o de barrio; es una forma ancestral de resistencia al reloj, al mercado, al algoritmo. Es el lugar donde el tiempo no corre, sino que pasa. Y eso, hoy, es casi un escándalo.
Porque sentarse a la fresca es no producir, no consumir, no rendir cuentas. Es dejar que el cuerpo respire tras el bochorno del día. Es compartir espacio sin necesidad de justificarlo. Es, también, reclamar lo común: la calle como extensión del hogar, la charla como forma de cuidado, la pausa como derecho.
Quizá por eso aún sorprende tanto. Porque desactiva los mandatos del sistema con una simple silla. Porque es gratis, es lento, es improductivo. Y sin embargo, ahí se tejen relatos, se reparte memoria, se cuidan soledades. No hay productividad que compita con eso.
Yo este verano trataré de aprender de ellas. Dejar de correr, de planear, de postear. Sacar la silla, mirar el cielo, decirle al vecino que hace bochorno, que parece que mañana llueve. Y quedarnos ahí, sin más. No por nostalgia, sino por urgencia. Porque sentarse a la fresca es imaginar otro ritmo, otra relación con el tiempo y con los demás. Una pequeña desobediencia que, que como las importantes y bellas, puede cambiarlo todo, aunque solo sea un rato.
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