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Los 'salzillos' devuelven a Murcia la primavera
La Cofradía de los 'moraos' celebra su 425º aniversario con una procesión que siguen miles de murcianos y visitantes por las calles de la ciudad
Rechina, aunque la algarabía de murcianos que aguardan tan mágico momento impida oirla, la antigua cancela de la Iglesia de Jesús, esa especie de útero ... nazareno que cada año, desde hace cuatro siglos y un cuarto, renueva cada primavera la auténtica esencia de toda una vega, esa que evoca la formidable historia que conecta a la ciudad con su huerta. Ocho en punto de la mañana. El Pendón, alzado solemne bajo el dintel, advierte de que la estación de penitencia comenzará en apenas unos segundos en esta mañana de Viernes Santo en Murcia con la procesión de los 'salzillos'.
Bullen los bares de cofrades que, aunque se incorporen a las últimas hermandades, no quieren perderse tan popular salida que el amanecer acaricia. Los primeros rayos de sol auguran que igual se superan las cinco horas de devoción y arte que tarda Jesús desde que sale hasta que regresa. Los carros bocinas vuelven a rodar por los adoquines. Los tambores sordos repiquetean en los tercios de burla. Los primeros penitentes cargan sus cruces. Algunos dos, acaso tres. El aroma de las tardías flores de azahar huele a Jesús. Todo huele a Jesús: las calles repletas de gentes, el crujir de las tarimas, las medias bordadas con flores, la vajilla de plata de la Santa Cena, el bamboleo de la palmera de La Oración, la escena terrible y entrañable de Los Azotes, el paño al viento de la Verónica, la lozanía del joven Juan. Y ella, la más bella Dolorosa que Salzillo tallara, camina mientras los primeros destellos del nuevo día parecen iluminar su triste rostro.
Mayordomos de puntillas blancas y varas plateadas con potencia de oro. Penitentes que lucen en sus pechos el color de la hermandad en el escudo. Algunos, descalzos por promesa. Buches repletos de caramelos y estampas, de huevos duros, de monas y habas como improvisada y generosa ofrenda.
Todo huele a Jesús, a esa mañana 'morá' que hace retemblar el itinerario de esta Real y Muy Iustre Cofradía. A vista de dron puede admirarse que los cofrades recorren y trazan sobre el plano de la ciudad el signo del infinito. Magníficos rosarios de oro y plata adornan a los mayordomos.
Viejos estantes añoran en sus sillas aquellos tiempos felices en que arrimaban el hombro a las tarimas. Niños revoltosos pidiendo caramelos. Muchos, miles, aguardan en las terrazas de los bares, caña en mano, disfrutar de esas nueve joyas que condensan, sea uno creyente o no, la idiosincracia murciana. Sin la mañana de Viernes Santo 'morá', todos coinciden, Murcia sería otra cosa. Otra cosa más insulsa.
Las bandas parecen mecer con sus sones esa andar caótico, aunque solo en apariencia, de los pasos de Salzillo. Resuenan en las tarimas los estantes de los cabos de andas que ordenan avanzar. Podrían contarse por cientos de miles las fotografías que el gentío, móvil en mano, toma a las tallas. Arden las redes sociales cuando San Pedro, un año más, alza su increíble brazo. Quizá ante la llegada del Ángel, el rostro que mejor refleja en la historia del arte, que vengan catedráticos a discutirlo, un ser de su naturaleza.
La procesión avanza bajo ese sol tan nuestro, ese que ilumina una mañana plena de primavera. Por Belluga, por el Romea, por Las Flores aguardan las gentes en cinco, seis y hasta siete filas de sillas. Detrás, otros tantos. Resuenan aplausos en las esquinas, cuando los pesados pasos reviran sobre hombros de nazarenos que cumplen incontables generaciones bajo esas mismas tarimas.
Solo al llegar el Nazareno, ataviado con una de esas túnicas de morado pálido que tanto lo definen, la multitud se levanta y guardia un instante de silencio. Impone esa mirada de anciano. El Abuelo lo llamaban. Todos saben, y por eso abandonan almuerzos y cañas, que atesora esa remota talla una parte indispensable para entender que Murcia, sin su Viernes Santo 'morao', sería otra cosa. Pero no la Murcia que tanto disfrutamos.
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