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El silencio a veces es el recurso más elocuente. Prueba de ello es la procesión que lleva la ausencia de sonido por estandarte y ... seña. No hay caramelos ni atronadoras y ostentosas marchas. Nada de bandas ni trompetas. Solo el sonido sordo de un par de tambores bastan y, así, con percusión, se anunció a los cartageneros este Jueves Santo el comienzo del fúnebre cortejo. El último de los californios y, como siempre, portando el peor de los anuncios, el de la muerte de Jesús.
Es uno de los momentos de mayor recogimiento en la Semana Santa cartagenera. El instante para detenerse en la mirada y la expresión de las tallas, de sentirse apelado en el dolor y acompañar a Cristo hasta su último suspiro. «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu», dijo el Mesías antes de expirar.
Al ocaso sobre las calles del casco antiguo, las farolas no se encendieron y las luces en las ventanas de las casas mayoritariamente se apagaron. Salían formados de Santa María de Gracia los capuces negros. Buscando alumbrar el luto con la tenue luz amarillenta de sus hachotes en el simbólico camino al Calvario. Marcando el paso firme y coordinado con el golpe de sus varas fuertes contra el adoquín.
Al toque de las campanas del templo, fue el primer en cruzar el umbral el trono del Ecce Homo después de que, a la tarde, los 'judíos' le hicieran su particular desagravio. Los mismos soldados romanos que acompañaron desde atrás al trono portado en andas por decenas de silentes portapasos.
Como en el día en el que Cristo abandonó este mundo, la jornada, que fue calurosa –con más de 20 grados al mediodía– refrescó notablemente al soplo de un suave y constante viento de noreste.
Pero más fuerte se sintió el repicar de las suelas de los zapatos de la Sección de Honores de los granaderos. También los golpes para indicar a los portapasos del Cristo de los Mineros que tocaba relajar hombros para, después, continuar su mortificado camino. Siempre escoltados a su vez por un grupo de devotos penitentes con la vela caliente en mano.
En el recorrido que atravesó la calle Mayor, Puerta de Murcia, Santa Florentina, el Parque y la Serreta, el enmudecimiento total solo se veía excepcionalmente roto por algún niño, los movimientos de vajillas en las terrazas y, por supuesto, por las saetas que, desde los balcones, rogaban misericordia al Señor por haber dado muerte a su amado hijo.
Gran lucimiento tuvo el trono de la Vuelta al Calvario, cuyas imágenes han sido recientemente objeto de arreglos tras pasar por la manos expertas de la restauradora Macarena Poblaciones. Sobre el mismo y con el rostro desencajado, la Virgen imploraba al cielo respuesta al motivo de tan sufrida Pasión en las carnes del fruto bendito de su vientre, mientras dos apóstoles trataban de brindarle consuelo y un tercero de ellos sujetaba entre sus manos la humillante corona de espinas.
Para las 21.30 ya la noche estaba plenamente echada y por la calle del Cañón desfilaba el último tercio de capirotes de blanco impoluto. Llorosa, penitentes y alumbrantes no dejaron sola en su duro trance a la Virgen de la Esperanza. Muy bello era su trono, con sus faroles, sus tres hileras de velas prendidas y en su mayor parte copado por un largo manto azul bordado con el anagrama mariano y los escudos de Cartagena y la Cofradía California. No temas, madre santísima, tu hijo –como reza el Credo– resucitará de entre los muertos.
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