Tocarnos
ALGO QUE DECIR ·
Después de todo esto habrá que dedicar todos los días un tiempo a regocijarnos con la piel del otroTenemos muchas ganas de tocarnos, ¡qué coño! Darnos la mano, palmear los brazos del amigo y sus hombros y darles un leve pesco, que no es otra cosa que una caricia entre hombres, aunque lo que más nos hace falta, sin duda, es un abrazo, un abrazo apretado y 'chillao', un abrazo para fundirnos en una sola persona y sentir los músculos, el fulgor de la sangre, la temperatura de nuestro cuerpo, el latido de nuestro corazón, nuestra auténtica complexión y nuestra altura.
Estos días, por desgracia, vamos huyendo los unos de los otros, guardamos ese invento de la distancia social que viene a ser el cálculo más o menos exacto de los centímetros necesarios para que las bolitas de saliva no nos salpiquen, a nosotros que hemos reivindicado los besos húmedos, muy húmedos, y todo lo demás también, todo el catálogo delicioso del amor, no el aburrido kamasutra, sino el nuestro propio, el que inventamos con nuestra pareja y hemos ido ampliando y perfeccionando hasta tener un elenco de caricias y de gestos eróticos, donde no pueden faltar los viejos humores corporales.
Porque a este paso nos vamos a cargar la intimidad y el sexo y aunque sea incorrecto políticamente escribirlo ahora y acaso me lleve una sanción de las autoridades sanitarias, echamos de menos la saliva de la otra o del otro, la humedad de todos los besos, de todas las lenguas, de todos los labios, de todos los sexos, como si de repente la vieja censura moral de algunas religiones hubiese sido trasvasada a la biología por un proceso misterioso que, lo queramos o no, alienta la represión y no nos ha permitido acercarnos demasiado estas fiestas a ninguna chica y en ningún caso y, bajo ningún pretexto, robarles un beso, pero es que además nunca hemos ido tan pertrechados para defendernos de la bendita promiscuidad ni nos hemos mostrado a los demás menos favorecidos ni más feos con esas mascarillas que pretenden la asepsia, pero que ofrecen de nosotros una imagen un tanto chusca y no nos dejan maniobrar con nuestros encantos gestuales, nuestros graciosos mohines y el fascinante fruncimiento de nuestras bocas.
Lentamente nos están arrebatando conquistas sociales tan básicas como el amor libre o la libre circulación de los besos. Cuentan que, incluso entre matrimonios bien avenidos y en el interior de la casa familiar, el recelo de los cónyuges resulta palmario; de hecho ya no es precisa aquella vieja excusa del dolor de cabeza para evitar las relaciones íntimas de los esposos. Es probable que tengamos, una vez que pase toda esta pesadilla, la necesidad de acudir a psicólogos y terapeutas para que nos animen a relacionarnos otra vez con la gente, para que nos enseñen a tocarnos y a disfrutar de nuevo de las caricias y de los roces.
Solo una naturaleza malvada e inhumana podría concebir esta enfermedad cuyo único propósito sería diezmar al ser humano, ese milagro que se prodiga por millones a lo largo el planeta y cuyo afán hasta estos días aciagos ha sido el de fundirse con el otro o con la otra en tantas ocasiones como fuese posible, pues de ello ha dependido siempre la salud de la raza humana. Ahora vivimos contra natura obligados a mantener ese metro de distancia que nos impide llevar a cabo el deseo, envueltos en plásticos y en tejidos asépticos, nosotros que hemos celebrado la contaminación y hemos perseguido la perversión y el contagio.
Tenemos muchas ganas de tocarnos y después de todo esto habrá que dedicar todos los días un tiempo a regocijarnos con la piel del otro, a cumplir con el sagrado mandato de la naturaleza, que algunos elevan a categoría divina, amaos los unos a los otros, tocaos los unos a los otros hasta que el único virus infeccioso sea el amor eterno.