La cultura, el ocio y el deporte, herramientas para la inclusión
Los más vulnerables no suelen frecuentar estos espacios, porque han dejado de sentirse parte del derecho a estar allí
Cuando se habla de procesos de inclusión social de personas en situación de vulnerabilidad –jóvenes en riesgo de exclusión, personas sin hogar, migrantes, mayores que ... viven en soledad, mujeres víctimas de violencia, personas con discapacidad, entre otros– los debates suelen centrarse en los pilares clásicos: acceso a la vivienda, a la formación y la inserción laboral. Estos elementos son, sin duda, esenciales para impulsar la pertenencia, la inclusión y la integración. Pero existe un aspecto silenciosamente olvidado que actúa como barrera invisible y perpetúa la exclusión, hablamos del capital relacional de las personas, del sentido de pertenencia al territorio, del nivel de reconocimiento. Capital relacional en el que se avanza a partir de la participación en la comunidad en actividades culturales, deportivas y de ocio, como ámbitos que favorecen la relación, la confianza, la motivación, la pertenencia y el reconocimiento.
El acceso a los espacios de ocio, culturales y relacionales no son un lujo. Es un derecho que impulsa el bienestar emocional, la pertenencia, la salud mental, la autoestima; construyendo comunidad. Sin embargo, miles de personas en situación de vulnerabilidad ni acceden ni, lo que es más preocupante, se sienten llamadas a acceder a la cultura, a los espacios comunitarios, a las instalaciones deportivas. No los consideran para ellas.
En los barrios más desfavorecidos, en centros de acogida, es común ver a sus habitantes desconectados de la vida social que otros dan por sentada: no asisten a conciertos, no practican deportes en grupo, no acuden al teatro, ni participan en talleres creativos. No es solo una cuestión económica, aunque también. Se trata de una desconexión emocional y simbólica. Muchas personas simplemente no se ven como parte del público al que van dirigidas estas actividades. Realidad con raíces profundas sobre las que tenemos que intervenir y reflexionar.
Las experiencias traumáticas, la precariedad constante y la estigmatización moldean la autoestima. ¿Cómo va a interesarse alguien por una visita guiada a un museo si no siente que pertenece a esa narrativa? ¿Qué gana con apuntarse a un club de lectura si su batalla diaria es decidir entre pagar la luz o comprar cena para sus hijos? El ocio y la cultura se convierten en terreno ajeno, a veces hostil.
Otra barrera de acceso es la falta de accesibilidad que impide a personas con discapacidad poder disfrutar de estos servicios por el hecho de no ser accesibles, aunque también tenemos que tener en cuenta otras barreras como el idioma.
Estamos convencidos de que en una plaza cualquiera de una ciudad cualquiera, este sábado se celebró una jornada cultural con teatro al aire libre, talleres artísticos y música en directo. Familias, parejas, estudiantes... todos disfrutaron del ambiente festivo. O, mejor dicho, casi todos. Porque hay ausencias que se notan incluso sin nombres ni rostros.
Los colectivos más vulnerables, aquellos sobre los que tantas políticas sociales se planifican, no suelen frecuentar estos espacios. Y no porque no se les invite. Simplemente no acuden, porque con el tiempo han dejado de sentirse parte del derecho a estar allí.
Nos hemos acostumbrado a pensar la inclusión social desde una lógica funcionalista: primero techo, luego empleo. Todo lo demás –cultura, deporte, ocio– es secundario. Un extra. Pero basta conversar cinco minutos con alguien que ha vivido en la calle, o que lucha por rehacer su vida tras años de exclusión, para entender que el alma también necesita refugio, pertenencia, relaciones. También necesita jugar, reír, relacionarse, sentirse aceptado, experimentar belleza.
«No es que no quiera ir al teatro», nos contaba Rosa, participante de un programa de intervención social en el barrio. «Es que cuando paso por la puerta siento que eso no es para mí. Nunca lo ha sido». No se trata solo de barreras económicas. Se trata de identidad, de pertenencia, de autoestima.
¿De qué sirve repartir entradas gratuitas para un espectáculo si la persona destinataria no se siente legitimada para sentarse en la butaca? ¿Qué sentido tiene organizar actividades deportivas si quienes más podrían beneficiarse no se ven reflejados en ellas? A veces, la inclusión no es una puerta cerrada, sino una que nadie se atreve a cruzar.
Los profesionales que trabajamos con población vulnerable lo sabemos. Sabemos que el ocio y la cultura no es un adorno, sino una herramienta potente de integración, salud mental y reconstrucción emocional. Pero también sabemos que no se trata de llenar autobuses para llevarlos de 'excursión' al museo, sino de pensar una cultura que no humille, que no infantilice, que no excluya en su propia estética, en definitiva, que sea inclusiva.
En algunos rincones del país, proyectos valientes están cambiando las reglas. Bibliotecas que salen a la calle, conciertos en albergues, grupos de teatro formados por personas sin hogar... Todo esto también existe, pero siguen siendo pequeñas llamas en medio de un sistema que aún no entiende que jugar también es resistir. Que la política cultural no puede ser solo difusión, debe ser inclusiva y participativa.
Resulta urgente repensar las políticas públicas desde esta sensibilidad. Dotar presupuestos para el arte comunitario. Reconocer el valor terapéutico del deporte inclusivo. Dar espacio y voz a quienes nunca han tenido micrófono. Porque cuando alguien se atreve a escribir un poema por primera vez, o a pisar un escenario, o simplemente compartir un baile con desconocidos, está comenzando a habitar un mundo nuevo donde sí cabe.
No se trata de llenar la agenda de actividades. Se trata de sembrar deseo. De despertar curiosidades dormidas. De que alguien diga: «Nunca había hecho esto. Me gusta. Quiero volver». Y eso solo se logra con acompañamiento, con tiempo y con afecto.
La verdadera inclusión no es llevar a alguien a un sitio. Es lograr que sienta que ese sitio también le pertenece. Lo demás, como los aplausos del sábado, son solo ruido de fondo.
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