Las ruinas de Pélicot
Apuntes desde la Bastilla ·
No es una violación aislada, sino una parte de la sociedad que asume como aceptable el abusar de una mujer inconscienteCuesta creer que todo esto sucede en la civilización occidental, que el mal nace y se esconde en ciudades históricas, acostumbradas a la conversación, a ... las leyes, a la limpieza de la democracia. Relatos de otro tiempo, pienso leyendo el caso Pélicot, como si no encajara en estos días, en este mundo. Es un hecho que me escandaliza y me avergüenza. Mazan está situado en el suroeste francés, cerca de Avignon. Castillos, villas donde crecen los racimos de vid, los Alpes recortando su silueta suave. Pero también es el territorio de Dominique Pélicot, un hombre que los vecinos definían como «normal». Un padre de familia austero, dedicado a los suyos. Un tipo como tú y como yo, decían. Y me pregunto si pueblos como Mazan también surgirán donde caminamos nosotros, en Murcia, en Sevilla, si nos cruzamos por la calle, esperando el bus, en la cola de la panadería con un Dominique Pélicot.
Conocí el caso en septiembre y lo resumo para que entre de lleno en la conciencia colectiva de esta columna dominical. Dominique Pélicot fue denunciado por grabar las partes íntimas de unas mujeres en un supermercado de Mazan. La Policía le requisó el móvil y buceó en sus archivos. Encontró miles y miles de fotografías y vídeos en los que aparecía su mujer, Gisèle Pelicot, maniatada, drogada, siendo violado por decenas de hombres. Los vídeos llevaban diferentes fechas, hasta diez años de fechorías. Incautaron también conversaciones en chat donde Dominique 'vendía' el cuerpo de su mujer como una experiencia sexual. Prestaba a su mujer. La consideraba de su propiedad, a la misma altura que el ganado o la ropa usada.
Si el caso acabara aquí, sentiría tan solo repulsión. Un hombre desquiciado, enfermo, una oveja negra que amenaza con romper la estabilidad y la paz de una población tranquila. Pero el caso Pélicot va más allá de lo indecible. Durante diez años, al menos cincuenta y dos varones se arrogaron su derecho ancestral sobre la mujer y entraron a formar parte de este ritual macabro. Contactaron con Dominique, acordaron las reglas, las pautas a seguir, y violaron un cuerpo inerte, inconsciente, una mujer que durante una década soportaría el peso de la infamia, que abrió los ojos tras la denuncia policial y descubrió que convivía, a su lado, con un monstruo, pero que al salir a la calle, sus vecinos también compartían la carga del mal.
Es lo que convierte este caso en algo mucho más grave e incómodo. No es una violación aislada, sino una parte de la sociedad que asume como aceptable el abusar de una mujer inconsciente. Me pregunto en este punto si esos cincuenta hombres tienen familia, si ven crecer a sus hijas, les compran ropa, las acompañan en sus cumpleaños, las recogen tras una noche de fiesta, si pagan sus impuestos, compran religiosamente café en el supermercado y galette de roi en Navidad. Reflexiono y miro por la ventana. Me cuestiono si en mi entorno hay cincuenta violadores, si la banalidad del mal habita las calles por las que paseo. Si el ser humano, con todos los medios educativos a nuestro alcance, es capaz de normalizar la monstruosidad de violar a una mujer inconsciente y someterla durante una década a la mayor vejación posible.
Gisèle Pélicot es el otro extremo de la vida. La voluntad de conocer la verdad, de ir más allá de los hechos y encontrar las causas. Pidió que su juicio fuese público, porque ella, la mujer, la víctima, no tenía nada de lo que avergonzarse. Eran ellos los que mirarían al suelo, sus vecinos, gente con la que se cruzaría al salir de un concierto, con la que compartiría mesa en el restaurante. Gisèle Pélicot, obligada a portar el apellido de su violador, dijo «la vergüenza no es para nosotras», y condenó a todos y cada uno de los que participaron de esta monstruosidad que alcanza las 92 violaciones, de los que sabían y no dijeron nada, de los que hicieron de su silencio un aliento cómplice y putrefacto.
«Una mujer en ruinas», dijo poco antes de testificar. Pero las ruinas de Gisèle Pélicot evidencian unas mayores, las de esta sociedad que alberga en su seno un grado de perversión inimaginable, mujeres que se sienten indefensas y leyes incapaces de defenderlas, altavoces que hablan en nombre de ellas pero que las utilizan como moneda de cambio para la conveniencia política. Cuando sucede un caso como el de Pélicot, o como el de Josef Fritzl, un austriaco que encerró durante veinte años a su hija y la violó hasta tener varios hijos con ella, la sociedad se espanta o mira hacia otro lado. Y esas ruinas aún humean en nuestras calles.
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