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Observo que la oscuridad ha traído alegría, una felicidad perdida hace décadas y que, como seres desterrados del paraíso, vislumbramos en la distancia. Fuimos eso ... el lunes, Adanes y Evas que tomaron las calles desnudos de toda pantalla y responsabilidad. Qué importa que el helado se derritiera en la nevera. Qué más da el tráfico, los respiradores auxiliares chupando batería, la incomunicación dilata el tiempo. El reloj había dejado de existir, carajo, porque los hombres y las mujeres, despojados de tecnología, 'roussonianamente' felices e inocentes, asaltamos las calles y bailamos, cantamos canciones de Jarabe de Palo, jugamos al ajedrez como en una película americana e hicimos el amor al caer la tarde tras comprar vino barato en la abacería del barrio, esa a la que nunca vamos cuando se encienden las luces.
El signo de los tiempos decide romantizar las tragedias, sobre todo si suceden cuando le toca gestionarlas al Gobierno de nuestro color. Qué extraordinario ejercicio de funambulismo ideológico convertir la pobreza y la mala gestión en un retiro espiritual promocionado por las redes sociales. Sí, esas que el lunes echábamos de menos y hoy dilapidamos como símbolo del capitalismo salvaje, cómo no, en un post de Instagram. El problema era el wifi, decían. Hemos visto la luz en las tinieblas, entendían, extasiados de calle, sin importar que la abuela estuviese sola, atrapada en un ascensor, tan orgullosos de vivir un día, dicen, como sobreviven en la Cañada Real todo el año.
En eso nos hemos convertido, en un país incapaz de asegurar el servicio eléctrico, pero que celebra con entusiasmo no saber los motivos del apagón una semana después. Eso es lo que somos, una sociedad que no exige responsabilidades, que asume como algo normal que los que gestionan nuestras vidas, la luz, los servicios meteorológicos, las emergencias cuando ocurre una tormenta, son hidalgos modernos con un titulito por espada, muchas fotografías de reuniones y actos públicos y poca resolución en los momentos importantes. Pronto harán chistes con nuestra situación y enunciarán que pagamos los impuestos de Dinamarca pero tenemos los servicios de Burundi.
Entre tanta oscuridad, pagada por todos, solo emerge una certeza que hiela la sangre. Estamos peor que hace diez años, en casi todos los sectores, en casi todos los aspectos. Haga usted la compra y observe a cuánto asciende el precio del carro lleno. Excluya el champán, las ostras y el bistec. No baja de los tres dígitos el tique, aunque lleve sus propias bolsas de casa. Hemos normalizado que el precio de la factura eléctrica sea un escándalo. Tanto que medios de comunicación progresistas te animan a planchar de noche y a encender velas, como los maravillosos años de la Edad Media, cuando fuimos tan felices. Asumimos que la gasolina se haya convertido en un producto de lujo. Comprar aceite de oliva como quien acude a Tiffany. Mirar pisos por Idealista en una barriada de una ciudad cualquiera como quien va a comprar un 'chateau' francés con sus viñedos. Todo es abusivamente más caro. Somos más pobres, tenemos menos poder adquisitivo, pero por alguna extraña razón que no termino de entender debemos sentirnos orgullosos de esta nueva era que nos prometieron, donde todo sería más justo, más humano, donde se gobernaría pensando en el ciudadano, y no en los terribles capitalistas que hasta el momento habían gobernado siempre.
En eso nos hemos convertido, sí, en rapsodas de la pobreza, en exaltados poetas épicos de la miseria. Celebramos que España bata récords, mes a mes, de familias subvencionadas, de personas que acceden al ingreso mínimo vital, a todo tipo de ayudas, como si detrás de todas esas listas no se escondiera una realidad terrible: que el ciudadano solo no puede y necesita ayuda del Estado. Que los sueldos no dan para vivir. Que una ayuda concedida no es un motivo de alegría, sino el fracaso de un país que en lugar de proporcionar libertad e independencia, amansa a sus habitantes y los convierte en simples votantes. Por romantizar hasta llamamos 'sobrina' o 'pareja' a las prostitutas que contrataba por catálogo y enchufaba el Ministerio de Transportes, en plena pandemia.
Yo me opongo a celebrar la decadencia, siempre que no esté dentro de un museo o una iglesia. Me resisto a condenar al capitalismo a la categoría de enemigo supremo y a festejar la pobreza como solución para todos nuestros problemas, como parche para la incapacidad gubernativa. A quienes nos apasiona la Edad Media sabemos que podemos recurrir a ella en las bibliotecas, en el arte, pero no sufrirla en el propio pellejo. Por eso, cuando llegué a casa durante el gran apagón, miré a mi mujer y los dos dijimos al mismo tiempo: ojalá que el niño no nazca entre tinieblas.
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