La navaja
Nada se sabe de esos pobres personajes que asolan el panorama nacional. No se escucha la miseria de nuestros días
Hay secretos que le confieso a mi barbero antes que a mi mujer. Supongo que ya soy un hombre de otro tiempo. Tal vez de ... otro siglo, que no comulga con la moda actual, la exposición exacerbada, el declamar a los cuatro vientos lo sentido, que no lo hecho. Pero a mí me gusta encerrarme en ese rincón de privacidad que encuentro frente al metal afilado y la espuma. Esa isla insignificante que supone la barbería de la calle Trajano, por la que se cuela una luz suave, tamizada por carteles de hombres jugando al ajedrez y botellas de bourbon vacías, una luz que llega hasta el fondo, hasta el último vello de la barba, y que se convierte en conversación, en revista de sala de espera, en el olor de las cosas bien hechas.
Jardel es brasileño y diría que fue pelirrojo en su niñez, porque su rubio actual es casi transparente. Conserva una barba de profeta bíblico y el acento español con el que responde a las llamadas le da aún más aire de personaje literario. Silencioso, pausado, el tiempo no corre por sus venas. Se concentra en cada detalle, afila la vista sabiendo que su trabajo no es artesanía, sino arte, examinando a más de dos afeitados de distancia, cuidando los aspectos más ínfimos, como si fuese un escultor del Renacimiento y en lugar de peines y tijeras colgase de su delantal un cincel.
Me habla poco. En La navaja se viene a escuchar el silencio, o en todo caso a los clientes. Él lo sabe. Su lenguaje no se articula con palabras, sino con el sonido del acero sobre la piel, el del jabón recorriendo centímetros de cara, deslizándose fresco por un rostro figurado de nuevo a voluntad de sus manos. Jardel me acomoda en la silla de operaciones y acciona las palancas para colocarme casi en horizontal, con los pies por encima de la cintura. Es un ritual al que acudo cada quince días, una limpieza corporal que arrasa mi alma y la deja desnuda. No es el mismo Pepe el que entra, barbudo y desfondado, acumulando fracasos diurnos e insomnios nocturnos, que el Pepe que sale, limpio, aseado, con la mente clara y dispuesto para la batalla diaria.
Los dedos que pintaron bisontes en Altamira, que ejecutaron a Luis XVI, puestos al servicio de mi barba
Eso lo sabe Jardel. Lo saben sus manos, que aplican sobre el cabello, sobre las mejillas, en la punta más íntima del cuello, una loción que huele a tiempo recobrado. Alguno dirá que es el olor de la infancia, el de esa sustancia que solamente se encuentra en las barberías antiguas, en los recuerdos más profundos. Mi barbero brasileño es portador de ese secreto. Acciona el mecanismo del dosificador justo en el momento en el que yo, ciego, casi dormido, en la tranquilidad de una paz mística, no lo espero. Obra un milagro sin tecnología ni artificios. Con instrumentos que han acompañado al hombre desde que es hombre. Un peine y una cuchilla. Nada más. Los dedos que pintaron bisontes en Altamira, que ejecutaron a Luis XVI en la guillotina, puestos al servicio de mi barba, del pelo que sobresale por mi nuca.
Lo comenté el otro día con mi psicóloga, en un medio reproche que ella me permite. Mi barbero brasileño tiene el mismo efecto que mis sesiones clínicas, pero son mucho más baratas. Y el olor tampoco es comparable. Ella me respondió que las barberías, las peluquerías, son lugares donde se refugia la esencia del ser humano, la intimidad del grupo social convertida en experiencia personal. Allí las mujeres se liberaban del rugido de los hombres, y los hombres podían descansar de su papel de hombres, precisamente rodeados de sus pares. Para mí, acudir a la barbería es una manera de encontrarme sin ataduras, de recordar el Pepe que realmente quiero ser, sin horarios, sin la tiranía del mundo que nos rodea. Tiene mucho de oriental. El olor. El sentido de las palabras, breves y en susurros. Un jardín perdido con brocha y espuma sobre la cara.
No quisiera sobreexponer mi lujo quincenal, ni tampoco banalizar el imperio de los sentidos. Cada uno asume sus placeres y los disfruta con la dignidad que le permita su conciencia. Para Jardel soy un cliente más. Un hombre que acude cada cierto tiempo y que se queda dormido mientras hace su trabajo. Para mí, su barbería es un territorio donde siempre es verano. Ya saben, la luz, el sonido de la piel, el perfume. Junto a su navaja no existe la política. No hay oportunismo. Nada se sabe de esos pobres personajes que asolan el panorama nacional. No se escucha la miseria de nuestros días. Ni las guerras, ni las fosas comunes, ni los sobresueldos, los sobrecostes y los sobres, simplemente. Todo es real y clarividente. Sencillo. De una humildad que asusta. La verdad de los hechos sin importancia. Muy pocas palabras. La perfección de quien está convencido que su oficio dignifica al ser humano. Y lo dignifica.
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