Nuestro maldito negro
El fútbol es solamente la punta del iceberg del racismo. Detrás se oculta una sociedad enferma que mira hacia otro lado
No son los tiempos de Wilfred, no. Corría el año 1993 cuando el portero del Rayo Vallecano, Wilfred Agbonavbare, natural de Nigeria, detenía un penalti ... a Míchel. El Madrid perdería aquella liga y parte del público (una multitud ruidosa y abrumadora) comenzó a gritar: «Negro, cabrón, recoge el algodón». Aquel cántico demostraba, sobre todo, la impunidad absoluta para declamar tal salvajada sin ningún tipo de consecuencias. Si hubiesen preguntado a cada uno de los integrantes de esa grada si se consideraban racistas, apenas cinco minutos antes del encuentro, probablemente se hubieran ofendido con aire honroso. No sé las consecuencias mediáticas que tuvo ese cántico, pero tras el encuentro, varios periodistas preguntaron a una muchedumbre carnavalesca sobre el portero, y las respuestas siguieron en la línea. Un niño que hoy será padre de familia, abogado o diputado, gritó, con media sonrisa y emoción: Ku-Klux-Klan, mientras el reportero repartía el micrófono a unos y otros.
No son los tiempos de Wilfred, afortunadamente. Produce congojo ver de nuevo aquellos vídeos de la España en la que crecí, la soledad del portero que al poco dejaría el país, en la que un presidente, Jesús Gil, llamaba a uno de sus jugadores por teléfono y lo llamaba «negro», como si fuese un insulto, una palabra prohibida que solo sus agallas y hombría eran capaces de pronunciar, delante de las cámaras. Un país embrutecido y orgulloso de estarlo, que sacaba a pasear de tanto en tanto los odios viscerales rociados de analfabetismo. Eso demuestran todas esas imágenes, masas amparadas por la impunidad, el grito multitudinario y cobarde que se desliza en el silencio. Algo hemos cambiado, sí, pero no tanto.
España ha despertado, dicen, y ahora el suelo patrio combate el racismo. Esto es una verdad a medias, y los insultos a Vinicius lo demuestran, como antes fue le sucedió a Eto'o. Como ocurre siempre, primero ha llegado la propaganda y después los hechos. Los organismos oficiales, los medios de comunicación, se agitan indignados cuando un jugador dice que España es un país racista. Acabáremos. ¿Quién? ¿Nosotros? Y para curarnos en salud, cuando salta el negro de nuestro equipo lo ovacionamos con estrépito. Es nuestro negro, pero que no se le ocurra ser el negro de otro.
El caso Vinicius ha trastocado el organigrama de este país somnoliento. Y ha sido por pura necesidad, porque este chaval brasileño, que llegó a España con diecisiete años y una sonrisa que no le cabía en la boca, dijo basta. Y lo hizo cansado de escuchar que se le insultaba por su color de piel. Hasta que la Fiscalía, la Liga y la Federación han decidido actuar en este caso, Vinicius ha debido soportar como en la mayoría de los campos de España le insultaban. No solamente dos desalmados, sino gradas enteras. Y el insulto ha contado con subterfugios. Por supuesto. Cómplices necesarios en este bosque de infamia. Han pasado dos años desde que las cámaras de televisión registraron cómo un padre y un hijo le gritaban en el Camp Nou «mono» y aún no han podido identificarlos. Colgaron también, hinchas del Atlético de Madrid, club que protege a los violentos y los incita (Madrid y Barcelona expulsaron a sus radicales hace tiempo), un muñeco que encarnaba a Vinicius, ahorcado de un puente. La fiscalía y la policía tardaron meses en actuar, y solo lo hicieron cuando la presión mediática las ahogaba.
Es la misma historia de siempre. Hoy una multitud no actúa como aquel día con Wilfred, pero el racismo sigue abonando la sociedad española, sobre todo en los campos de fútbol. Ahí parece que todo está permitido, con el beneplácito de los medios de comunicación. He escuchado a tertulianos justificar insultos por la chulería del jugador (que con veinte años se revuelve contra quien le desea la muerte). Ya saben, la falda corta pero con el color de la piel. He oído a periodistas afamados manipular la realidad y afirmar que cuando Busquets le dijo a Marcelo «mono, mono» en realidad le estaba acusando de tener «morro, morro».
El fútbol es solamente la punta del iceberg del racismo. Detrás se oculta una sociedad enferma que mira hacia otro lado cuando un inmigrante es dejado a las puertas de un hospital moribundo, tras doce horas de trabajo al sol. Esta noticia llega cada verano, puntual, con el mismo pasmo indiferente que cierra los telediarios. No son los tiempos de Wilfred, por supuesto, pero el insulto racista aún sigue vigente en nuestros estadios. Y muchos lo justifican por un presunto forofismo o amor a sus colores. Eso explicaría por qué Zidane para muchos era un dios olímpico, pero el vecino argelino no pasaba de ser un sospechoso. Estamos lejos de Wilfred, pero más lejos aún de solucionar el problema. Yo solo puedo desear que no se apague nunca la sonrisa de Vinicius. Es el mejor antídoto contra nosotros mismos.
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