Cartas
Escribir con papel y boli es renunciar a un tiempo tasado en el que uno puede ser feliz, beber una cerveza, hacer el amor o ver el fútbol
Hace mucho tiempo que nadie me escribe una carta. Sé que es un ejercicio de otro siglo. De otro milenio, tal vez, pero esta columna ... desempolva lo que uno quiso ser y no lo que le obligan a hacer las circunstancias. Un dilema muy orteguiano para empezar el domingo, lo sé, y pido perdón. Pero ahora que nos hemos vuelto epistolares miro con nostalgia el mundo de ayer y llego a la conclusión de que todo marchaba mejor cuando existían las cartas, cuando nos comunicábamos a través de folios de papel manchado y para responder uno debía sentarse, pensar, calcular y lanzarse a la deriva de la escritura. En el momento en el que perdimos la costumbre de comunicarnos así algo de nuestra esencia se marchitó. Nos volvimos menos reflexivos, más impulsivos. La improvisación se hizo cargo del presente. Y para un ser que peca de melancolía, no hay mayor placer que releer cartas pasadas. Ahí se esconden dos personas que fueron y que siempre existirán.
La inmediatez casi ha acabado con los carteros, seres de otro tiempo, vestidos de amarillo, que en bicicleta o en moto patrullan las calles para llenar buzones. Son los únicos que se conocen el callejero. Ahora solo portan multas, facturas sin pagar y uno se hace el loco cuando tocan el telefonillo y no los deja entrar, por si traen consigo malas noticias. Son como esos médicos de la peste que se vestían de negro y llevaban máscaras de pájaro. Las nuevas generaciones se preguntan al verlos cuál es su cometido, acostumbrados al 'check' azul. Los buzones, tristemente, se llenan solo cuando hay campañas electorales. Y estos días, los telefonillos suenan a 'La consagración de la primavera' de Tchaikovsky, pero a cuarenta grados.
Hubo un tiempo en el que las cartas se leían en voz alta. Se impregnaban del mismo material que los cuentos de medianoche. Recitar el contenido de las epístolas mientras un público guarda silencio suena a liturgia cristiana, a un Pablo rodeado de creyentes o un Pedro desesperado porque a su religión se le cae la cruz. La fe de muchos empezó a través de una carta, escrita ya hace mucho tiempo, de portal en portal pasando por Belén. Antes, recibir un trozo de papel sellado significaba que tu vida iba a cambiar. La gente se enamoraba a través de la letra escrita. Se esperaba, por la mañana, la llegada del cartero como un acto de revolución existencial. El mundo estaba compuesto de pequeñas anotaciones a mano, de líneas dibujadas con plumas de ganso y solamente al leer un nombre y una dirección uno se estremecía. El interior de un sobre podía guardar un duelo mortal, una herencia, el pasaporte hacia un mundo mejor. Hoy las cartas han quedado reducidas a la última pirueta política.
Lo mío con las cartas empezó muy pronto, por eso me duele que a ella se aferren los populistas. A los amigos que conocía durante los veranos los tenía informados de lo que sucedía durante el curso a través del papel. No utilizábamos los 'mails', que arrasaron con muchas amistades. Ya es raro que me escriba con amigos por ordenador, siendo un ejercicio tan accesible. Sin embargo, las cartas mantenían vivo un fuego que ya no sabemos invocar. Escribir con papel y boli es renunciar a un tiempo tasado en el que uno puede ser feliz, beber una cerveza, hacer el amor o ver el fútbol. Y tener a un amigo cerca, durante veinte minutos, justificaba la renuncia. La facilidad ha roto relaciones, asumámoslo con dolor.
La última vez que recibí una carta vivía en París. Fue de una chica murciana, que tal vez esté leyendo ahora este artículo (y le puede servir de epístola). Había paseado dos años antes por esas mismas calles que no eran más de ella. Que nunca llegaron a ser de los dos. Duró unos meses aquella relación escrita, porque la chica no quiso que el verbo se hiciera carne. Me indicaba rincones a los que solíamos ir. Los describía con ternura. Cafeterías donde charlábamos y esperaba siempre algo después del café, una oportunidad tras la cerveza. Salidas novelescas a esas noches que nunca llegaron. A través de las cartas se volvió a encender otro final posible. Era una forma de resarcirme de las oportunidades perdidas. De arreglar el pasado creando un presente. Volvía a esos sitios a la espera de encontrar un mensaje secreto que hablase de nosotros.
Fue mi renuncia oficial al mundo de las cartas, cuando París no soportó la espera de los buzones cerrados. Así dije adiós a escribir a mano, salvo en los exámenes y demás trámites burocráticos. Se impone la fealdad, pienso en esta semana electoral. Las manchas se abren paso por los oficios que antes consideraba sagrados. Desde el martes sé que el mal gusto también se puede mandar vía postal.
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