Agamenón en la orilla
A él siempre le habían dicho que ser de izquierdas significa defender el reparto desde los ricos hacia los pobres
Lo veo cada verano. Es un personaje arquetípico, tan antiguo como la arena de esta playa. Llega temprano y clava su sombrilla, conquistando un palmo ... de tierra que siempre ha sido suya. Reclama ante el público de recién casados que salen a caminar y de abuelas que vigilan a sus nietos la paternidad de ese fragmento de territorio, ganado muchos años atrás, a base de sombras y crema solar. El hombre clava la sombrilla y se sienta en su trono de hilo de plástico. No es una usual silleta de playa, de esas bajas en las que el culo casi toca la arena. El suyo es un reino de lo efímero, de dos meses al año, un escaño contra el calor, que aflora junto al mar y resiste a las banalidades del verano.
Lo llamaré Agamenón, porque su actitud frente a la vida es la de un rey homérico. No lleva barba ni corona, pero no le hace falta. Agamenón cata la temperatura del agua con la punta de los dedos del pie y vuelve a su escaño satisfecho de comprobar que hoy tampoco se bañara. Deja el agua para cuerpos más jóvenes e inexpertos. Su piel ya ha soportado suficientes años de inmersiones. La edad es una ventaja y un lujo que él aprovecha al máximo. Su labor en la playa es descansar, apartar el sol como los monarcas africanos y dejar que pasen las horas, desde la primera hasta la última, como si no existiese nadie más en la playa que las olas y él.
Cuando ya está todo el plan en marcha, cuando su civilización se ha extendido y los nietos juegan a hacer castillos y los hijos hablan por teléfono en tediosas reuniones de trabajo, Agamenón saca el periódico y lo dobla por la mitad. En sus manos tiene el tiempo. Se permite leer los titulares, degustar las fotografías, extenderse en cada párrafo de los artículos, desde la sección internacional hasta sociedad. No hay espacio escrito que no responda a su curiosidad. En ese momento, lo sé, deja de escuchar el mundanal ruido, los vendedores de cerveza y grasas saturadas y el cuchicheo adolescente que corre tras un balón. Está ante la actualidad, él, que ha visto tantas actualidades.
Su labor en la playa es descansar, apartar el sol como los monarcas africanos y dejar pasar las horas
Y en este punto se encuentra con el mapa de la vida ante sus ojos. Las disputas políticas, piensa, no han acabado. Al contrario, se han intensificado, pero en verano la política susurra y no grita. Lee que en Venezuela ha habido fraude electoral. El enésimo que ha vivido, piensa nuestro Agamenón bajo su sombrilla publicitaria. Siente lástima por el pueblo venezolano, ahogado en un régimen tirano que dura ya demasiadas décadas. Busca por las páginas del periódico la condena sin paliativos del Gobierno de la nación en su conjunto. De su nación, claro, con todos los ministros reunidos. Este viejo gobernante homérico llegó a pensar que la lucha de ideas de todos estos años tenía que ver con la libertad y los valores democráticos. La arena le arde bajo los pies porque aún no se ha enfriado con la sombra de su parasol. ¿O es un ardor espiritual? Años destapando el fascismo hasta en los castillos de arena que hacen sus nietos en la orilla y cuando está delante ninguno de los observadores titulados es capaz de denunciarlo. El fascismo, concuerda con su conciencia, es siempre aquello que impide al Gobierno hacer lo que le venga en gana, y pasa la página del periódico buscando nuevas islas en las que refugiarse.
Pero la sección nacional no le calma el alma. El sol se mueve y con él la sombra que proyecta su sombrilla. Tiene que desplazarse unos palmos hacia la izquierda para no caer rendido ante Apolo. Y lo hace, con dolor de huesos, con esfuerzo de ejército apostado frente a las murallas de Troya. Cuando vuelve a su trono, retoma la lectura del periódico, armado de defensas y paciencia. Y lee que Cataluña tendrá una financiación particular. Una independencia de facto en las cuentas, una Hacienda separada del resto de las comunidades a cambio de otro trono, diferente al suyo, otro reyezuelo de sueldo y obediencia que ha pisado pocas orillas como la suya.
Agamenón reflexiona mirando el mar que eso no es solidaridad. Que a él siempre le habían dicho que ser de izquierdas significa defender el reparto desde los ricos hacia los pobres, no en institucionalizar privilegios por favores políticos. Escruta a su alrededor, los otros reyes homéricos apostados en sus sillas. Murcianos, andaluces, valencianos y extremeños, hombres de todas las regiones de esta Hélade hispana, y siente lástima por todos aquellos que votaron creyendo en la justicia social y solo apuntalaban este asedio a la unidad y solidaridad del Estado. Cierra el periódico y se concentra en el mar. Ya sabe cómo acabará todo esto. En realidad, desde el momento en que empezó este saqueo indiscriminado, supo que no habría líneas rojas, y que el Gobierno ya no tiene votantes, sino fieles de una religión sin límites. Pero reconocerlo no hace que la arena queme menos.
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