Las pedanías, alcalde
NADA ES LO QUE PARECE ·
De los casi 6.500 nuevos habitantes con los que ha aumentado el censo de la capital, menos de 1.500 pertenecen a la ciudadLas pedanías, alcalde, las pedanías». Lo he repetido una y otra vez en las redes sociales como quien clama en el desierto. El dato sobre ... el número de habitantes del municipio de Murcia que reside en las pedanías no es nada despreciable. De hecho, con toda la preocupación existente en estos últimos años por lo que se ha dado en llamar –sobre todo, a partir del conocido libro de Sergio del Molino– la España vacía, arroja otra cifra demoledora. La noticia es de julio del pasado año. De los casi seis mil quinientos nuevos habitantes con los que ha aumentado el censo del municipio, ocupando así uno de los lugares más destacados dentro del conjunto español, menos de mil quinientos pertenecen a la ciudad y el resto, casi cinco mil, se distribuye entre sus diversas pedanías. Las pedanías, alcalde, las pedanías, que están dejadas de la mano de Dios. Con lo que despreciar este dato tan contundente resulta uno de los mayores errores que pueda cometer un regidor, como sucedía con el alcalde Ballesta, más considerado, atento y generoso con la ciudad y, sobre todo, con sus calles y avenidas más emblemáticas, siempre limpias como los chorros del oro, repletas de flores, y luces a tutiplén.
Ya conté en cierta ocasión, con motivo de la reedición de '1969', la espléndida novela de Jerónimo Tristante en donde, con una maestría inusual, describe la idiosincrasia y la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad de Murcia en los tiempos en los que los televisores llegaban, como un regalo del cielo, a los hogares y el hombre ponía por primera vez un pie en la Luna. O eso dicen, sin que esté claro del todo... Ya conté, decía, la enorme diferencia que, a finales de los sesenta, existía entre la ciudad, el centro de Murcia, y las pedanías de los alrededores, incluso las más cercanas. Un abismo. Como el día y la noche. Como si hubiéramos abandonado la jungla y hubiéramos penetrado en esa otra selva de edificios de varios pisos desde los que se divisaba el mundo, como el magistral, que, con su catalejo, avistaba Vetusta en las primeras páginas de 'La Regenta'.
Los que íbamos a los institutos de la capital sufríamos las consecuencias. Nunca nos miraron bien del todo. Un huertano, sin necesidad de vestir con zaragüelles ni calzar esparteñas, era muy diferente. Venía de un mundo perdido que quedó anclado en el pasado, como criaturas que hubieran resucitado tras una extinción. A mis amigos, que se muestran incrédulos con este asunto, siempre les cuento la misma anécdota. Fue por entonces, hacia finales de los sesenta, cuando vi por primera vez una tarjeta de visita. No sabía qué era ni para qué servía aquel papelito rectangular en el que había impreso, en letras de molde, un nombre y, debajo del mismo, un oficio y una dirección. Y con nombres y apellidos compuestos, poco corrientes, inconcebibles en la Huerta, en donde uno se llamaba Antonio, José o Juan como se llamaron sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos. En cierta ocasión no pude acudir a clase durante un par de días por motivos de salud: las fiebres de un adolescente, más emocionales que físicas. Por lo que era necesario, al incorporarme, entregar un justificante explicando las razones de esa ausencia. Mi padre, que era un niño durante la Guerra, no había aprendido ni siquiera a plasmar su firma en un papel. Lo hacía a duras penas, con una letra temblorosa e insegura, pero siempre terminaba lográndolo a fuerza de voluntad. Pero era por completo incapaz de pergeñar una nota. Un texto explicativo de la circunstancia. Demasiadas palabras, unidas unas con otras hasta que la frase cobraba sentido. Llegamos al acuerdo de que yo sería quien redactara la nota y él, a base de calma y perseverancia, tomándose su tiempo, estampara la firma en ella.
Cuando le presenté el papelito, supongo que con manchas de la cocina –Dámaso Alonso se negaba a prestar su libros porque en las casas de los pobres, decía, hay muchas manchas de aceite–, el profesor identificó de inmediato mi letra. «Esto es falso –me espetó–». «Lo has escrito tú, que no has venido a clase porque no te ha dado la gana». Sólo contaba con dos soluciones: darle la razón o explicarle toda la maniobra y confesar así que mi padre no sabía escribir, que era analfabeto. Y opté, claro, por la primera de ellas, con todas sus consecuencias. Las pedanías, alcalde, las pedanías.
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