La metáfora del squash
Ahora se buscan deportes que permitan hacer fotos, compartir historias en redes sociales o charlar mientras jugamos
Hay metáforas que se encuentran en los libros, otras se esconden en la naturaleza, y algunas aparecen donde menos lo esperas, por ejemplo, en una ... pista de squash. Llevo muchos años practicando este deporte en el que sigo siendo bastante mediocre y suelo perder con mis compañeros de juego. Aun así, o quizá por eso mismo, le guardo una extraña lealtad. Aparte del entretenimiento, estoy convencido de que me ha ayudado a mantener un mínimo de forma física durante las últimas décadas. Sin haber jugado con frecuencia al squash, probablemente habría envejecido aún peor.
El squash, para quien no lo conozca, es un juego de raqueta en el que dos personas, encerradas entre cuatro paredes, golpean una pelota de goma a una velocidad absurda mientras intentan no chocar entre sí. Un deporte rápido, intenso, técnico, sorprendentemente adictivo y tan duro con el cuerpo como estimulante para la mente. Es un juego en el que uno no puede esconder sus defectos, si llegas tarde, fallas, si calculas mal el ángulo, fallas; si te paras a pensar, fallas. Es como un espejo donde el tiempo de reacción, la concentración y el espíritu competitivo quedan exhibidos sin filtros.
En los años ochenta del siglo pasado vivió su época dorada y tuvo un aura de exclusividad. Muchos recordarán las imágenes de aquellos clubes con pistas relucientes, paredes blancas y esa atmósfera que lo convertía en un deporte para ejecutivos que necesitaban soltar tensiones antes de volver a sus despachos. Hoy, en cambio, encontrar una pista de squash es casi un milagro. Las pocas que quedan parecen reliquias arqueológicas de una época perdida. El squash es un deporte de precisión y estrategia, donde cada centímetro importa. Diferente al pádel, que ha colonizado España como si fuera una especie invasora. Entiéndanme que yo no tengo nada en contra el pádel, por supuesto, pero es un deporte que representa muy bien nuestra época, social, ligero, fotogénico y accesible. El squash, en cambio, requiere esfuerzo, técnica, e introspección. Tiene algo de duelo y de diálogo, es exigente e incluso un poco hosco. Quizá sea por eso por lo que casi ha desaparecido.
El squash me parece una metáfora de algunas de las cosas que nos ocurren como sociedad. En un mundo saturado de estímulos, de notificaciones y de pantallas que nos interrumpen cada minuto, la idea de encerrarse voluntariamente en cuatro paredes para sudar, reaccionar y anticiparse parece casi excéntrica. Ahora se buscan deportes que permitan hacer fotos, compartir historias en redes sociales o charlar mientras jugamos. El squash no admite distracciones, si te despistas dos segundos, la pelota te roza la oreja a 80 km/h. Es un deporte que exige estar presente, algo que en estos tiempos se ha vuelto casi revolucionario. Si tu mente va a los problemas, es seguro que empezarás a encadenar fallos.
Su decadencia también recuerda la de ciertos oficios que requieren tiempo, dedicación y un poco de silencio, desplazados por actividades más vistosas, inmediatas o comercializables. Como el squash, el estudio profundo, la investigación de largo recorrido, o el trabajo paciente parecen menospreciados. Nos estamos volviendo especialistas en lo fácil y aficionados en lo difícil. Preferimos lo inmediato a lo sólido. Y, como pasa con las pistas de squash, nos damos cuenta tarde de lo que hemos dejado perder.
Pero la metáfora también funciona hacia adelante. Porque, como ocurre con tantas actividades en decadencia, el squash no está muerto, está probablemente esperando que alguien lo redescubra. Si algún día vuelve, quizá de la mano de una generación cansada de deportes demasiado sociales, no me sorprendería. Hay modas que van y vienen, los deportes que exigen carácter suelen regresar. En realidad, la metáfora es sencilla, el squash representa esas cosas valiosas que, por ser exigentes, estamos dejando escapar. Y cuando se pierde una pista, como cuando se pierde un oficio, una tienda pequeña o un rincón tranquilo para pensar, lo normal es que nadie proteste demasiado. Solo cuando desaparecen del todo nos damos cuenta de que allí había algo importante.
Tal vez no vuelva jamás a su época de esplendor. Pero mientras tengamos alguna pista disponible, el cuerpo siga aguantando y los amigos quieran seguir jugando, ahí estaré. Por placer, por costumbre y por agradecimiento a un deporte que, además de dejarme sudado y dolorido, me recuerda que algunas cosas requieren tiempo y esfuerzo, y precisamente por eso merecen la pena. En un mundo que premia lo inmediato, el squash sigue siendo una demostración silenciosa de que lo difícil, incluso lo incómodo, a veces es lo que más nos enriquece.
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