Navidad: un mensaje sobre la dignidad humana
El día de Navidad aquellos que somos cristianos celebramos el nacimiento del Niño Dios. Se trata de una de las efemérides más importantes del calendario ... de nuestra religión, si bien hoy día en nuestra sociedad se integra como parte de la cultura compartida y, con independencia de su sentido religioso, la mayoría de las familias viven con especial cariño esta festividad. Y es que, al final, la religión ha sido históricamente uno de los factores que han ido moldeando la cultura (y casi me permitiría decir que el carácter) propio de cualquier comunidad humana. Algo a lo que tampoco es ajeno el Derecho.
Por ello, quisiera aprovechar esta ocasión para indagar en un elemento basilar de nuestra cultura jurídica donde creo que el mensaje navideño ha influido: el ideal de dignidad humana. Una idea que «constituye la 'fuente' moral de la que todos los derechos fundamentales derivan su sustento» (Habermas).
De forma que, aunque no podamos dar una definición precisa, podemos concluir que la idea de dignidad humana evoca la existencia de unos «derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», como afirma el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Ahora bien, reconocer que las personas somos iguales y gozamos de una «dignidad intrínseca», y, por ende, de toda una serie de derechos inviolables, es un postulado revolucionario. De hecho, lo evidente sería afirmar la desigualdad natural de las personas: unos son altos, otros bajos; los hay rubios y morenos; ricos y pobres… Tanto es así que las formas históricas de organización política habían partido siempre del paradigma aristotélico que presuponía la desigualdad y que entendía, en consecuencia, que lo natural era que hubiera unas personas nacidas para mandar y otras para obedecer. Se justificaban así los privilegios y los diferentes estatutos jurídicos. Hubo que esperar a las luces de la Ilustración, cuando el liberalismo, con el influjo del iusnaturalismo racionalista, predicó la igualdad natural de todas las personas que se recogería en las constituciones. Y, aunque el primer constitucionalismo tuvo zonas de penumbra, al menos en sus proclamas generales se empezaron a forjar jurídicamente las ideas de ciudadanía, el principio de igualdad y la propia idea de dignidad humana. Si bien esta última no fue hasta después de la II Guerra Mundial cuando, tras la tragedia vivida por los totalitarismos, fue elevada a clave de bóveda del orden constitucional contemporáneo.
Un ideal jurídico que ha consagrado el Derecho pero que es deudor, como apuntaba, de una progresiva afirmación cultural a lo largo de la historia. De ahí que cuando se habla de dignidad humana la referencia a Kant sea obligada, como también a Pico della Mirandola, exponente del humanismo cristiano renacentista con su Oratio de hominis dignitate, o a las aportaciones del estoicismo romano. Pero tampoco podemos olvidar a nuestro Niño Dios:
porque, si revolucionaria es la imagen de un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, también despliega un fuerte mensaje moral la idea de que Dios se haga hombre. Y es que a través de esta imagen apelamos a la divinización de la condición humana. Lo vieron claro los Padres Fundadores de los Estados Unidos cuando en la Declaración de Independencia suscrita el 4 de julio de 1776 recogieron «por evidentes, por sí mismas, estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Conviene recordar este mensaje en los tiempos actuales. En primer lugar, porque las modas posmodernas nos están trayendo una tendencia a centrarnos en la singularidad, con el consiguiente cuarteamiento del estatuto jurídico de ciudadanía. Frente al ideal de ciudadanía y de igualdad ante la ley, ahora cada grupo social quiere tener «su» reconocimiento jurídico, «su» propia ley que le dé un régimen particular, e, incluso «su» representación parlamentaria.
Y, en segundo lugar, en un momento en el que las posibilidades tecnológicas permiten hacer realidad el sueño distópico del «ciber» y los postulados transhumanistas cada vez son menos excéntricos, creo oportuno recordar que en la idea de dignidad humana hay una dimensión trascendente, aunque no la apoyemos en un fundamento divino, que debe orientarnos a la hora de afrontar algunos dilemas morales (a los que habrá que dar respuesta jurídica) sobre hasta dónde queremos llegar: por ejemplo, ¿estamos dispuestos a concebir personas «mejoradas» con implantes o manipulaciones genéticas?
¡Feliz Navidad!
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