Parásitos y microbios
El pasado ilumina el presente. La arqueología aporta memoria biológica, la microbiología moderna apunta los riesgos del futuro
Los recientes hallazgos en el yacimiento medieval del arrabal de San Esteban, en Murcia, están ofreciendo una visión inesperada y rica de cómo se desarrollaba ... la vida urbana hace más de siete siglos. En ese entorno, entre restos de construcciones, objetos de uso cotidiano y trazas de actividad doméstica, los investigadores han identificado un testimonio singular como es la presencia de parásitos intestinales conservados entre los sedimentos. Lo que a primera vista podría parecer un detalle menor es, en realidad, un auténtico tesoro científico. La peculiar envoltura con la que se rodean estos organismos, que favorece su preservación, ofrece destacada información sobre el modo de vida, la alimentación, las enfermedades y la salud colectiva de aquella población, aspectos que difícilmente aparecen en documentos escritos.
El estudio de estos restos se enmarca en la disciplina científica conocida como paleoparasitología, encuadrada dentro de la paleobiología, que investiga formas de vida antiguas a partir de evidencias arqueológicas como restos óseos, detritus, semillas, pólenes... Al igual que la paleomicrobiología –o paleobacteriología, cuando se centra en las bacterias–, su objetivo es reconstruir la presencia de microorganismos del pasado a partir de sedimentos primitivos como coprolitos (heces fosilizadas), suelos de letrinas, momias o utensilios que pudieran conservar trazas biológicas. Estudios que revelan la relación entre distintas comunidades y los organismos invisibles que las rodeaban. Gracias al empleo de técnicas de biología molecular y microscopia, se puede conocer que el análisis de estos sedimentos medievales revela que la población convivía con un amplio abanico de helmintos intestinales, reflejo tanto de las condiciones higiénicas como de las características sanitarias de los asentamientos urbanos.
De extrapolar estas investigaciones al presente, se puede enlazar de modo fascinante esta mirada al pasado con uno de los mayores desafíos médicos a los que se enfrentan en la actualidad los hospitales, como son las resistencias bacterianas a los antibióticos, un quebradero de cabeza que centra la mayoría de investigaciones sobre las temidas infecciones hospitalarias. Mientras en las conducciones de agua y drenaje de aguas residuales de San Esteban se detectan rastros de parásitos intestinales medievales, en los hospitales contemporáneos se analizan otros escenarios invisibles como los desagües sanitarios. En esas aguas residuales, se concentra una enorme diversidad bacteriana reflejo del pulso microbiológico de cada centro sanitario. Su estudio demuestra ser una herramienta eficaz para detectar la circulación de bacterias resistentes y, así, poder anticipar la aparición de nuevos brotes infecciosos.
La epidemiología ha puesto de relieve que el hospital no es solo un espacio de curación, sino también un ecosistema en el que la evolución bacteriana se acelera, debido al uso intensivo de antibióticos en las diversas unidades que genera una poderosa presión selectiva. Las bacterias susceptibles mueren, pero las que poseen genes de resistencia prosperan y se propagan con notable creatividad. Al intercambiar material genético entre especies forman biopelículas en tuberías y se adaptan con estrategias refinadas, recordando que llevan miles de millones de años perfeccionando estrategias de supervivencia.
Lejos de ser actores secundarios en la historia de la vida, las bacterias fueron las primeras en aparecer, han acompañado a la humanidad desde sus orígenes, y, con toda probabilidad, serán las últimas en desaparecer. Su actividad ha transformado el planeta, oxigenado la atmósfera y generado simbiosis esenciales para las plantas y animales. Las resistencias bacterianas a la acción de los antibióticos que comprometen seriamente la vida de los enfermos ingresados por cualquier causa, no son sino la manifestación contemporánea de un proceso de adaptación ancestral. Los estudios arqueológicos recuerdan que los distintos microrganismos ya condicionaban la vida de las ciudades; la microbiología moderna muestra que el desafío continúa, aunque ahora con herramientas más sofisticadas y en un escenario globalizado.
Así, el pasado ilumina el presente. La arqueología aporta memoria biológica, la microbiología moderna apunta los riesgos del futuro y entre ambas se entreteje una narrativa común. Un hilo invisible conecta las conducciones de agua y letrinas de restos arqueológicos con los sistemas de alcantarillado hospitalario contemporáneos, prueba de que los microorganismos forman parte inseparable de nuestra historia biológica y cultural. Cambian los escenarios –del barrio medieval a las salas hospitalarias–, pero persiste la relación profunda entre los humanos y su microbiota, entre la enfermedad y la adaptación, entre la vulnerabilidad y la resistencia.
Las bacterias y parásitos han sido compañeros de viaje, siempre protagonistas en la gran historia de la vida, y nos han hecho enfermar, pero también han impulsado la evolución. Nuestro relato como especie no puede entenderse sin los microorganismos. Frente a la amenaza de la infección y las resistencias, la certeza de que la vida humana ha sido y continúa con una constante interacción con estos elementos.
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