Verano de 2025: el hastío de un país
Hace ya siete años que Pedro Sánchez llegó a la presidencia del Gobierno de España, a través de una moción de censura, que se presentó ... como una enmienda ética a la corrupción del Partido Popular. La palabra mágica de aquel momento fue «regeneración democrática». Hoy, tras años de promesas incumplidas, cesiones inconfesables y una deriva institucional preocupante, una mayoría creciente de ciudadanos sentimos que aquella regeneración fue, en realidad, el inicio de una profunda degradación de nuestra democracia.
Desde entonces, y especialmente tras las elecciones generales del 23 de julio de 2023, la desafección social ha ido en aumento, al ritmo de un gobierno que ha confundido gobernar con aferrarse al poder. Prometió respeto institucional, diálogo y unidad, y ha entregado fractura, polarización y una preocupante colonización de los resortes del Estado. Cada nombramiento, cada maniobra, ha tenido como telón de fondo la supervivencia política del líder, no el bien común.
Los indultos a los líderes independentistas catalanes fueron el primer gran desgarro. Le siguió la eliminación del delito de sedición, la rebaja del de malversación, y una cadena de concesiones que, en conjunto, han supuesto un alarmante retroceso en la defensa del marco constitucional y de la igualdad entre españoles. Mientras tanto, el Estado se ha ido difuminando en Cataluña, dejando en manos del nacionalismo excluyente los espacios comunes y las instituciones públicas.
Pero lo más grave no ha sido solo lo que se ha hecho, sino cómo y con qué finalidad se ha hecho. La captura progresiva de instituciones clave como la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional ha desdibujado el principio de separación de poderes. La actuación de sus máximos responsables, más fieles al presidente que a la Constitución, ha hecho saltar todas las alarmas sobre el estado de nuestra democracia.
El último mazazo a la confianza de los ciudadanos ha sido la aprobación de la Ley de Amnistía, con un Constitucional y un Parlamento partidos por la mitad, en una sentencia del Tribunal de Garantías que, si con el fallo sobre los ERE andaluces había despilfarrado gran parte de su prestigio, ahora ha roto completamente toda la credibilidad de la más alta instancia jurídica. Una ley que, hasta hace apenas dos años, era calificada de inconstitucional incluso por el mismo Presidente y los actuales ministros del Gobierno. Y a esta se suma ahora el anuncio de una «financiación singular» para Cataluña, término eufemístico, que esconde un privilegio económico, ajeno al principio de igualdad entre territorios que consagra nuestra Carta Magna.
Muchos temen, y no sin razón, que los siguientes pasos sean la creación de Tribunal Supremo catalán y el referéndum de autodeterminación. El argumentario ya está en marcha: si el Parlamento puede validar lo que sea, y si la Constitución no lo prohíbe expresamente, ¿por qué no? Es el mismo atajo retórico que se ha seguido con la amnistía. Y si se rompe el principio de soberanía nacional, todo lo demás se tambalea.
Todo ello ha generado un estado de ánimo colectivo de creciente malestar. El aire está impregnado de pesimismo, decepción y rabia contenida. Tras décadas de avances, estabilidad democrática y progreso compartido, parece que estuviéramos retrocediendo a un tiempo que creíamos definitivamente superado. Hay un murmullo social que se convierte en clamor: «No nos representan», «Nos están traicionando», «Esto no es lo que votamos».
El sanchismo ha hecho de la confrontación su herramienta de poder. Lo dijo el propio Sánchez: ha levantado un «muro» entre unos y otros. Fomentar esa división, fabricar enemigos internos, ha sido su estrategia para mantenerse a flote. Pero el precio está siendo alto: el deterioro institucional, el enfrentamiento social, la desilusión generalizada, la sensación de que el país se deshilacha por los cuatro costados.
Hoy, muchos españoles sentimos que habitamos una democracia de cartón-piedra, en la que las formas se respetan para burlar el fondo. Y lo que es aún más doloroso, que estamos siendo gobernados no por un proyecto de país, sino por un proyecto de poder personal.
Necesitamos volver a reconocernos en una España unida, justa y constitucional. Una España en la que los intereses de partido no estén por encima del interés general. Y eso solo lo puede propiciar el pronunciamiento soberano del pueblo español. Urge convocar elecciones. Urge dejar atrás esta pesadilla.
Porque sí, el clima emocional es gris tirando a negro. Y somos muchos, cada vez más, los que queremos despertar de esta pesadilla.
Los integrantes del Grupo de Opinión «Los Espectadores» son:
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Bernardo Escribano, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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