Torre Pacheco duele
El reciente estallido social en Torre Pacheco ha puesto frente al espejo una de las heridas más complejas de nuestra convivencia: la inmigración. Pero no ... nos engañemos, aquí no estamos solo ante un problema de inmigración ilegal o de delincuencia, sino ante una mezcla inflamable de miedo, abandono institucional, pobreza, discursos extremos y frustración acumulada durante años.
En este asunto, como en casi todos los asuntos difíciles, hay quien prefiere simplificar: o estás con los inmigrantes, o estás contra ellos. O eres un buenista ingenuo, o un racista peligroso. Pero la realidad, tozuda como siempre, es mucho más incómoda y matizada. Por eso conviene hablar claro, sin caer ni en la tibieza ni en la caricatura.
Los hechos ocurridos en Torre Pacheco no pueden ser minimizados. Las agresiones, los disturbios, el asalto a un negocio, el miedo en las calles y la sensación de desprotección no son invenciones ni exageraciones. Existen. Son reales. Y quienes los viven, como Carmen o Fernando, tienen derecho a contarlo, a tener miedo, a indignarse. Lo mismo que lo tiene esa madre peruana que pasea al perro y que siente que ahora se la mira con recelo por tener acento.
Tampoco es aceptable que los vecinos tengan que organizar patrullas vecinales porque no hay suficientes efectivos policiales. Eso es una claudicación del Estado de derecho. Ni que se agreda a periodistas o se grite «¡a por los moros!» como si hubiéramos regresado al medievo. La calle no puede convertirse en campo de batalla ni en tribunal popular.
Pero igual de inaceptable sería usar estos sucesos para justificar el odio generalizado hacia todo inmigrante, o para reforzar discursos que alimentan el enfrentamiento. Porque la inmensa mayoría de los inmigrantes, legales o no, son personas que huyen del hambre, de la guerra, de la corrupción, del desempleo crónico, y que aquí, en nuestro país, encuentran trabajo en los almacenes agrícolas, en la construcción, en los cuidados, en aquello que muchos españoles ya no quieren o no pueden hacer. Y sin ellos, nuestra economía, y nuestro sistema de pensiones, colapsaría.
Es cierto que hay inmigrantes que delinquen. También los hay españoles. El delito no tiene pasaporte. Pero cuando hay barrios enteros donde se concentran la pobreza, el desempleo, el abandono escolar, la falta de oportunidades y la ausencia de vigilancia, lo lógico, y trágico, es que la delincuencia brote como la mala hierba. Lo que necesitamos es identificar y atajar los focos delictivos, sean del color de piel que sean. Pero no convertir la inseguridad en un discurso xenófobo generalizado.
Porque ahí está el peligro: que el problema real se utilice para agitar miedos, para ganar votos, para dividir. Que el legítimo deseo de vivir en paz se transforme en odio. Que la queja razonable se convierta en linchamiento.
Pero también es peligroso mirar hacia otro lado. No todo el que pide orden es un fascista. No todo el que señala un problema es un ultraderechista. Llamar racista a quien denuncia un deterioro evidente en la convivencia solo sirve para que se radicalice aún más. Y, mientras tanto, los partidos, en vez de buscar soluciones realistas y compartidas, se enzarzan en disputas estériles o se parapetan tras ideologías que solo sirven para crispar más el ambiente.
Es hora de que hablemos con responsabilidad. Que reconozcamos que hay un problema serio, pero que también tenemos herramientas para afrontarlo. No desde el miedo, ni desde la complacencia, sino desde la razón y el compromiso.
La inmigración es necesaria, pero debe ser ordenada, legal, controlada. No puede seguir entrando gente sin papeles, sin control, sin un plan de integración. Y a los que cometen delitos, se les debe aplicar la ley con rigor, sin distinciones. Pero también es imprescindible una política seria de acogida e integración. No podemos permitir que quien llega quede arrinconado en guetos sin futuro.
Hace falta más policía, sí. Pero también más mediadores, más educación, más trabajo comunitario, más inversión en los barrios más vulnerables. Hace falta atacar a las mafias que trafican con personas como si fueran mercancía. Hace falta estrechar la cooperación con los países de origen, para que la gente no tenga que jugarse la vida en una patera.
Y hace falta, sobre todo, que no nos acostumbremos a vivir enfrentados. Que recordemos que detrás de cada inmigrante hay una historia. Que recordemos que nosotros también emigramos. Que no dejemos que los violentos hablen por nosotros, ni que los pusilánimes decidan por nosotros.
Torre Pacheco no puede ser el primer capítulo de una historia más oscura. Debe ser la alarma que nos despierte. Porque lo que está en juego no es solo nuestra seguridad, sino nuestra humanidad. Y si perdemos esta última, lo habremos perdido todo.
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Bernardo Escribano, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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