La leyenda del Rey Lagarto
NADA ES LO QUE PARECE ·
Aún existen muchos interrogantes sobre su vida, que fue como una carrera repleta de obstáculos, y sobre su extraña muerteUn tres de julio de hace cincuenta años, es decir, en 1971, Jim Morrison, que, en plena ola de éxito, se había apartado de la ... música para dedicarse por completo a la literatura, a la poesía, que era el género que más le seducía, con el que más se identificaba, fue encontrado muerto en la bañera de su piso de París, en uno de cuyos cementerios descansa para siempre. Dicen que eligió esta ciudad como teatro de sus operaciones porque quería empaparse del ambiente que habían vivido, un siglo atrás, sus poetas predilectos, reunidos alrededor de unas copas de absenta en los típicos cafés literarios, como Les Deux Magots, el Café de Flore o La Closerie des Lilas, a donde también acudían artistas plásticos como Cézanne.
Había nacido en 1943 en la ciudad de Melbourne, en la Florida. Era hijo de militar por lo que durante sus primeros años no hizo otra cosa que dar tumbos de un lado para otro, pendiente siempre del destino de su padre, hasta que se decidió por los estudios de cine y de literatura, antes, incluso, que por la música. Dicen sus biógrafos que sus escritores favoritos, a los que acudía con frecuencia, fueron Arthur Rimbaud, Verlaine y el resto de simbolistas franceses; además de Nietzsche y Aldous Huxley. Pero es probable –yo apostaría por ello– que, a la vista de muchos de sus textos literarios, conociera la obra de Federico García Lorca, y, sobre todo, 'Poeta en Nueva York', cuyas sorprendentes imágenes y soberbias metáforas se adivinan en algunos de los versos de Morrison, donde, como sucede con el escritor granadino, se aprecia una descomunal fuerza, una originalidad extraordinaria, fuera de lo común. En uno de sus poemas de 'La celebración del lagarto', de 1970, leemos: «Casas hechas en serie/ persianas echadas/ coche salvaje encerrado hasta el alba». Unos versos que nos traen de inmediato a la memoria aquellos otros de García Lorca en los que manifestaba su aversión y su inquietud ante los paisajes asfixiantes y sin alma de la ciudad de Nueva York.
Hace algunos años, un profesor de la Universidad de Murcia, Paco Vicente, me sorprendía por mandar como lectura obligatoria a sus alumnos –mi hija, Inés, entre ellos– un volumen con algunas de las principales poesías de Jim Morrison. Este acercamiento al escritor y vocalista norteamericano llegó a calar tan hondo en estos muchachos que, algunos meses después, no tuve más remedio que acompañar a mi hija al cementerio parisino de Père-Lachaise. Allí, después de pasar, casi de largo, por las tumbas de Oscar Wilde, de Molière o Edith Piaf, nos encontramos con el pequeño panteón dedicado al cantante estadounidense, adornado no con flores, sino con botellas de güisqui, ginebra y bourbon vacías, y escoltado por toda una legión de seguidores que parecía velar sus restos y hacerle guardia como si asistiéramos a las exequias de un emperador.
Ahora, aprovechando que se cumple medio siglo de su extraña muerte a la que, al parecer, estaba fatalmente destinado, el grupo Planeta, a través de uno de sus sellos editoriales, publica el libro del poeta, biógrafo y ensayista Alberto Manzano –el mismo que, en su día, retrató cabalmente a Leonard Cohen– sobre el inmortal artista, quien se denominó a sí mismo, en una de sus canciones, Rey Lagarto (The Lizard King) y Poeta del Caos.
El caso es que aún existen muchos interrogantes no sólo sobre su propia vida, que fue como una carrera repleta de obstáculos, en donde el tiempo se le consumió en un suspiro, sino, asimismo, sobre su extraña muerte. El líder del grupo The Doors ya mostraba por entonces una enorme dependencia del alcohol y flirteaba con drogas tan mortíferas como la heroína, una sustancia que enterró a gran parte de su generación. No hubo autopsia y el cadáver fue visto por muy poca gente, con lo que se dio aliento a la misma leyenda que ha acompañado a otros artistas famosos: la posibilidad de que fuera todo un montaje y que él se apartara voluntariamente de la vida pública para convertirse en un ser anónimo.
En el parte de defunción consta que su fallecimiento se debió a un infarto agudo de miocardio; pero eso no fue sino la consecuencia de otros males que le aquejaban desde hacía años. Cuentan que Morrison, en sus actuaciones en directo ante un entregado y fervoroso público, era un auténtico torbellino, el icono del erotismo y de la rebeldía. Un chico guapo y de cabello largo que no dejaba indiferente a nadie con sus canciones y con sus excitantes y expresivos contoneos. «La música y las voces –dejó escrito en su 'Canción fantasma'– están alrededor nuestro».
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