Juan Ramón Calero
NADA ES LO QUE PARECE ·
Imagino que no será santo de la devoción de la mayoría de los políticos, porque la inteligencia y la honestidad cotizan a la bajaEn las pruebas de la mal llamada 'selectividad', ahora conocida con el rimbombante y ostentoso –u 'ostentóreo', que diría el desaparecido y pintoresco Jesús Gil ... y Gil, que en gloria esté– nombre de Ebau, es decir, Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad, ahí es nada, en el apartado de Léxico del examen correspondiente a Lengua Castellana y Literatura, se preguntaba acerca del significado de la palabra 'equidad'. No todos estos chicos que se han presentado lo tenían claro. Hay quien aseguraba que se refiere «a la facilitación para obtener mejores notas», supongo que pensando en lo suyo, en la difícil tarea que tenía por delante durante tres intensos días en donde te lo juegas todo a una sola carta.
El Diccionario de la RAE, al que ya casi nadie le hace caso, y así nos va, define la palabra 'equidad' como 'la cualidad que consiste en dar a cada uno lo que merece en función de sus méritos o condiciones'. Si esto es así, y yo no lo dudo estando por medio la Real Academia, podríamos llegar a la conclusión de que a nuestro personaje 'equidad' es un vocablo que le viene como anillo al dedo. No en vano, a lo largo de su vida, ha hecho suficientes méritos como para ser respetado, querido y admirado en un país en donde, a los que destacan sobre la medianía y huyen de la vulgaridad, se les corta la cabeza, se les trata como a tipos excéntricos, raros y extravagantes.
Juan Ramón Calero, que acaba de presentar su segunda novela, colaborador asiduo en esta misma sección, imagino que no será santo de la devoción de la mayoría de los políticos de ahora, porque la inteligencia, la honradez y la honestidad, desde hace años, cotizan a la baja. Nos hemos acostumbrado, no sólo en el mundo de la política, a ir a piñón fijo, como sucedía con aquellas bicicletas de nuestros abuelos en las que no se podía dejar de pedalear o te ibas al suelo. Pensamiento único, la misma voz, el mismo discurso (ahora lo llaman 'relato', desprestigiando así este hermoso término). Todos a una, como Fuenteovejuna.
Juan Ramón Calero, que goza de un bien ganado prestigio en el campo del Derecho, también hizo en su día sus pinitos en el mundo de la política. Y dejó bien alto el pabellón, aunque siempre ejerciera desde la oposición, que es el lugar en donde más debería abundar la lealtad, la cooperación y la crítica constructiva y sana.
Ahora, al cabo de la calle, cuando ve cercana su jubilación, si es que los profesionales como él se jubilan alguna vez, ha retomado esa costumbre, que ya había aflorado hace muchos años en su persona, de utilizar la literatura, la creación artística, la ficción, para transmitir sus pensamientos, aunque sin intención alguna de adoctrinarnos, ni de dar lecciones de ningún tipo, aunque esté capacitado, de sobra, para ello.
Su novela 'La sombra que habita en nosotros' aborda de manera valiente, sin acritud alguna, sin intención de ajustar cuentas con nadie, sino, únicamente, con la propia Historia, el tema de la Guerra Civil, como ya lo hizo hace unos cuantos meses Arturo Pérez-Reverte en 'Línea de fuego', una obra que dejó mudos a quienes esperaban que el escritor cartagenero se decantara por uno de los dos bandos.
No estaría mal que Juan Ramón Calero, ya puesto, se planteara muy seriamente escribir un libro de memorias en donde, con ese estilo claro, elegante y sobrio que le caracteriza, con ese temple del que anda sobrado, retratara la exigua salud mental de muchos de nuestros políticos, que tantos méritos se están haciendo no para aparecer en unas memorias, sino, más bien, en una película de Berlanga o en una viñeta de Forges, que, por haberse muerto cuando no debieran, se están perdiendo lo mejor de este espectáculo.
Aunque Calero bien podría correr el riesgo de que le sucediera lo que me contó en su día la escritora Carmen Posadas. En su primera novela –y, acaso, una de las mejores de todo su repertorio–, 'Cinco moscas azules', dibujó, con absoluta precisión, un personaje que coincidía plenamente, en lo físico y en lo químico, con el director de cierto periódico de ámbito nacional que machacó en su día a su marido por ciertos asuntos financieros. Una mañana se produjo el inevitable y temido encuentro entre la autora y su personaje, y este, como si tal cosa, no dándose por aludido, la felicitó efusivamente por haber pintado de esa manera tan magistral a un tipo, es decir, a él mismo, al que no supo reconocer. Me dijo que no sabía si matarlo allí mismo o dejar para siempre la literatura.
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