Una lágrima sobre el polvo
Resulta raro ver tan de cerca, enfrente de uno mismo, la tumba de alguien y tener al futuro muerto no en el hoyo, sino al lado tuyo
Mi amigo Antonio Soto Alcón, además de excelente poeta y narrador –acaba de publicar una novela titulada 'Una mujer pasa por mi calle', que es ... una verdadera delicia–, es un reconocido artista plástico que ha obtenido prestigiosos galardones dentro y fuera de España. Y, además, es un tío encantador y cachondo –la felicidad le sale por los poros, junto a Dolores, su compañera y su musa, con la que lleva medio siglo–, aunque jamás se le haya oído contar un chiste, ni bueno ni malo.
Hace unas semanas quedamos a comer a mediodía en su pueblo natal, en Librilla, donde la gente le aprecia y le admira por su demostrada generosidad. Antonio me avisó de que no aparcara, que estaría esperándome en la puerta de su casa, con el coche en marcha y que me limitara, sin preguntar nada, a seguirle como un manso y fiel cordero. Y así lo hice, sin replicar siquiera, sin emitir ni una sola queja, que, como cantaba Serrat, la amistad es lo primero.
Poco más de un kilómetro después, por una pequeña carretera recta y poco transitada, aparcamos en una amplia explanada, y, frente a la misma, en todo su esplendor, apareció el cementerio de la localidad, presidido por la figura de su patrón, un gigantesco san Bartolomé que, desde su acorazada vitrina, vigila a los difuntos, aunque no son ellos, precisamente, tan formales siempre, los que cometen fechorías y robos en el camposanto.
«Baja un momento del coche –me dijo Antonio con su inmensa pachorra, como si me hubiera conducido a la sala de Velázquez del Museo del Prado– que te voy a enseñar mi tumba». Dicho y hecho, ante mi cara de circunstancias e incredulidad mal disimulada.
Antonio, que anda ya por los setenta, no presenta un mal aspecto que digamos, goza de una envidiable buena salud y, sospecho, no tiene ningunas ganas de morirse. Y si lo hace algún día, será contra su voluntad. Sin embargo, insiste en que siempre hay que estar preparado para lo peor. Y que la mejor defensa es un buen ataque. Morirse rápido y mal puede llevar consigo que te aparquen en uno de esos nichos municipales de poca monta que, unos años antes, podía haber albergado otro cadáver que nada tiene que ver con uno, ni siquiera como pariente lejano. Podría tratarse, incluso, con un poco de mala suerte, del fiambre de un vecino pesado y hostil al que nunca has soportado y cuyos restos han ido finalmente a parar al osario sin que nadie se atreva a reclamarlos. Triste final, pues también hay muerte para la muerte, como dejó escrito Ramón Gómez de la Serna.
Todo esto lo vengo a decir porque resulta raro y un tanto excéntrico ver tan de cerca, enfrente de uno mismo, la tumba de alguien –'en la casa y en la fosa, reza el refrán, el hombre vive y reposa'– y tener al futuro muerto no en el hoyo, sino al lado tuyo, codo con codo, hablándote a la cara, más vivo que nunca, contemplado con ojos chispeantes su propia y eterna morada. Pero tampoco deja de ser un acto simpático y valiente jugársela a la Parca, demostrarle que uno está preparado para lo que ha de venir y que nadie puede remediar, que lo del Más Allá no te asusta, y que, después de todo, 'pulvis es, et in pulverem reverteris', como se apostilla, con tan mala leche, en el 'Génesis'.
Y así como estábamos, durante esos segundos de silencio por los que desfilaron unos cuantos ángeles, no pude evitar recordar unas palabras del perverso y pendenciero poeta romántico Lord Byron, que tenía la costumbre de visitar los más bonitos cementerios ingleses en busca de inspiración: «Cuando pases por la tumba donde mis cenizas se consumen, humedece su polvo con una lágrima». Amén.
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