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Podíamos haber elegido visitar Cáceres o Plasencia. O habernos acercado hasta Béjar o Ciudad Rodrigo. Pero puse mucho empeño en ir a Las Hurdes. Era ... la oportunidad de mi vida teniendo como anfitriones a tres expertos conocedores de esa extensa comarca montañosa: tres escritores como Victoria Pelayo Rapado, el novelista Eugenio Fuentes y el etnólogo Marciano de Hervás.
Las Hurdes queda lejos, mucho más lejos de lo que indican los mapas o los modernos GPS de los automóviles. Porque las carreteras que conducen hasta el interior de esa comarca, aun siendo firme el asfalto, resultan sinuosas, con curvas muy pronunciadas, y, sobre todo, con la posibilidad de despeñarse ante cualquier descuido, porque la belleza del paisaje es inigualable: miles de árboles a un lado y a otro, cerezos recién florecidos y ríos de aguas transparentes, que se retuercen hasta encontrar su camino en lo más hondo del barranco.
Es poco menos que imposible ir a Las Hurdes y no llevar marcadas en la mente las imágenes del famoso documental que Luis Buñuel filmó en 1933. Buñuel sigue siendo, en estas lejanas tierras de la sierra extremeña, un apellido poco grato. Los hurdanos no olvidan la faena que les hizo, manipulando muchas de las escenas para conseguir conmover al espectador. No olvidan –porque ellos mismos, los habitantes de entonces, fueron testigos del hecho– que el cineasta aragonés fue capaz de abatir de un escopetazo a una cabra para que diera la sensación de que se había despeñado por sí misma. Y tuvo la osadía de untar con miel a un pobre burro –dicen que estaba viejo y enfermo– para filmar después cómo lo cosían a picotazos las abejas hasta causarle la muerte. Pero el fin justifica los medios. O, al menos, eso pensaría el autor de 'El discreto encanto de la burguesía' que, por esa época, andaba deslumbrado con la publicación, en los años veinte, de 'La España negra', de Gutiérrez-Solana, y de un ensayo sobre esa misma comarca de un francés llamado Maurice Legendre.
Luis Buñuel quería poner la guinda al pastel, y no dudó en echar más leña sobre un fuego que aún conservaba algunas viejas brasas. Metió el dedo hasta el fondo de la llaga, sin importarle demasiado las consecuencias. No dudó ni un solo instante en rodar primeros planos con las caras de seres anémicos, hambrientos, tuberculosos, con cretinismo, con enormes bocios en el cuello, enfermedades que, sin embargo, no les impidieron sonreír a la cámara con un cierto aire de tristeza.
Buñuel tituló su documental –considerado como uno de los doce mejores de la historia en el Festival de Mannheim de 1964– 'Las Hurdes, tierra sin pan', porque sus habitantes aún no sabían lo que era el pan: se alimentaban de raíces, de hierbas, de lo que daban la mata y algunas cabras, que era bien poco. Se produjo un gran escándalo. Caro Baroja le reprochó su falta de escrúpulos: una exhibición truculenta que tanto perjudicó a los aldeanos, aunque, luego, el documental llegara a ser una obra de arte. Ni siquiera el gobierno republicano de entonces vio con muy buenos ojos la intención de Buñuel de querer ofrecer un trozo tan descarnado –y manipulado– de la realidad para dejar constancia de su firme compromiso con la sociedad y el progreso. En su libro de memorias titulado 'Mi último suspiro', Buñuel aún se acordaba del documental con el que tanta fama obtuvo, dejando plasmado en esas páginas que Las Hurdes era una tierra antaño poblada por bandidos y judíos que huían de la Inquisición.
Pude ver, con mis propios ojos, las mismas chozas que aparecen en el documental, construidas a base de barro y lajas de pizarra. Pregunté y muchas de ellas se venden, por cinco o seis mil euros, porque son muy poco espaciosas y amenazan ruina. Como si los hurdanos, hartos de esa inmerecida mala fama de gente de mirada torva de hábitos primitivos, quisieran verlas derrumbarse del todo, hasta convertirse en polvo que luego barra el viento hasta extinguirlas por completo.
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